Frozen, el reino del hielo (Chris Buck, Jennifer Lee, 2013)

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“Así debería nacer un villano”, debió pensar Jennifer Lee mientras adaptaba La reina de las nieves, el cuento de Andersen. Una joven inocente descubre sus sobrehumanas cualidades para provocar nevadas y tempestades heladas y, al reconocer su incapacidad para controlar ese poder, decide alejarse del reino con el deseo de no hacer daño a los demás.

La chica se refugia en su palacio de hielo, en medio de ninguna parte. Deja de contenerse para ver hasta dónde llegan sus habilidades. Deja que sea el hielo lo que la domine por completo. Se convierte en alguien inaccesible, custodiada por grandes gigantes de hielo y por tempestades inimaginables. No se trata de alguien que desee simplemente hacer el mal sino alguien que, incapaz de evitar hacer daño a los demás, asume que lastimar a los otros es el papel que le ha tocado vivir y lo lleva al extremo de sus posibilidades.

Para romper el hechizo, su hermana Anna deberá emprender el camino hacia el reino del hielo y tratar de conocer a quien ahora se refugia en sí misma. La magia se desvanece en tanto que el afecto entre ambas hace su aparición y lucha contra el aislamiento. Anna y Elsa son, en definitiva, dos caras de la misma persona y parte también del proceso de cambio hacia la edad adulta. Anna es ingenua e inexperta, y para llegar a conocerse a sí misma, para llegar a la madurez, deberá realizar la travesía hacia el palacio del hielo, algo así como ser capaz de enfrentar a los demonios interiores.

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En uno de los diálogos con su compañero de travesía, éste la interroga hasta en tres ocasiones: “¿Cómo puedes casarte si has pasado un solo día con tu pretendiente?”. O dicho de otro modo, ¿cómo puede amar Anna si aún no conoce el significado de aquella palabra? ¿Cómo puede amar Anna a su hermana mayor, si ni siquiera se conoce a sí misma? Hermosas tribulaciones para una película que sabe bien cómo retorcer el cuento original hasta convertirlo en un relato contemporáneo, ágil y sintético, trepidante y simplista, con todas las contradicciones y los constantes cambios del convulso presente, que se filtran en la ficción de manera inevitable.

Disney adapta el modelo de Enredados (2010), el primer gran éxito para la compañía en el mercado de las tres dimensiones, con el mismo equipo técnico y los mismos pilares argumentales que ya sustentaban aquella: los roles del presente han cambiado. La mujer sigue siendo la auténtica protagonista, pero ahora también es capaz de llevar a cabo las mismas hazañas heróicas que parecían reservadas al hombre en el relato infantil. Frozen parece ir un paso más allá al poner en cuestión incluso las circunstancias del final feliz en torno al flechazo y el posterior romance rígido del cuento tradicional, así como a la identidad propia del protagonista masculino, que sólo toma forma a partir del animal que lo acompaña, de su montura, siempre más definido que el propio personaje principal.

Si Frozen termina transitando en los límites del desarrollo convencional es porque, en el fondo, la fórmula argumental y el tono irreverente que proponía Enredados se agotan con facilidad, incluso envolviendo de nuevo la ficción con suntuosos números musicales, con una excelente banda sonora, un maravilloso uso del color o esbozando a entrañables personajes capaces del humor más sutil. El resultado es una película menor, que discurre imparable y a toda velocidad a través de un esquema simplista y evidente, inflexible y cronometrado por completo, pero que no deja de interrogarse y cuestionarse a sí misma sobre las convenciones del género con una despreocupación envidiable. Mientras Anna emprende la aventura de conocerse a sí misma y encontrarse con el mundo, descubre también que los cimientos del cine de entretenimiento hace tiempo que empezaron a tambalearse.

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