Foxcatcher es una película desesperadamente física. No solamente porque tenga el deporte de la lucha como epicentro y motor argumental, sino porque uno de los grandes temas del film es la necesidad de pertenencia, de los afectos, la necesidad de sentirse querido desde lo concreto y la desesperación por sentirse amado. El propio plano bucea siempre en los gestos y en el contacto, en el significado de las manos que se unen o de los cuerpos que entrechocan, transformando sus imágenes en una propuesta sensorial a la que no conviene negarle sus conquistas: emoción desde la contención, hablar de sentimientos a partir de la simple metáfora de los cuerpos.
Desde esa delicada construcción de la puesta en escena se sustenta la gran carga ideológica que vertebra la película. La observación de los afectos en este equipo de lucha, consagrado a obtener la medalla de oro olímpica, permite conocer el nacimiento de los monstruos y la manera en la que se forja el sueño americano: Mark Schultz, el gran luchador, acepta trabajar bajo el auspicio de John du Pont no por su poder económico ni su capacidad para fundar un campo de entrenamiento propio, sino porque a su lado se siente querido, como si el sentimiento de orfandad que le ha acompañado toda su vida desapareciera por fin. John utiliza ese sentimiento para convencer al deportista, pero sabe que en el camino para llegar a ser el número uno no hay lugar para vínculos afectivos ni consideraciones emocionales.
El sueño americano queda fagocitado así por una ausencia absoluta de humanidad. Foxcatcher se une así a una peligrosa revisitación de un discurso puramente americano en la que la competencia encarnizada tiene una importancia capaz de justificar cualquier comportamiento. Se trata de un renacer al que han acompañado los relatos de Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014) o Whiplash (Damien Chazelle, 2014), por mencionar dos ejemplos cercanos: la persona que quiere ser leyenda debe renunciar a ser persona. Para trascender, los seres queridos deben dejar de importarnos, como si ese proceso de deshumanización pudiera justificarse a través del prestigio del triunfo.
Mark Schultz se siente cada vez más unido a John du Pont, mientras el heredero millonario libra también su propia batalla emocional con su madre, a quien aún necesita demostrar que es capaz de grandes cosas por sí mismo. La imposibilidad de alcanzar su escenario soñado, allí donde su madre apruebe lo que hace y se encuentre además con el amor gratuito y desinteresado de todos a su alrededor, terminará por desencadenar una funesta gestación como monstruo capaz de destruir la armonía del grupo en la búsqueda de liberar su propio desorden emocional.
El cuidado paisaje sonoro diseñado por el compositor Rob Simonsen fortalece la dimensión intimista y subterránea del relato, mientras la mirada contrariada e indefensa de Channing Tatum (que compone una sólida interpretación del luchador Mark Schultz y es el más poderoso ejemplo de la brillante dirección de actores de la película) ayuda a filtrar qué está ocurriendo realmente en este juego de emociones escondidas y de afectos frustrados. Bajo esta necesidad de sentirse querido, bajo la huida de quien no se siente amado, Bennet Miller ha filmado su mejor película, una contenida y llena de sensibilidad, rodada con pasión pero también con una coherencia absoluta, capaz de hablar sobre la cara amarga del sueño americano, allí donde el deseo de triunfo terminó por olvidar a las personas.