Enemigos Publicos (Michael Mann, 2009)

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Es consabida ya la inefable certeza de que un artista pinta siempre la misma obra a través de todos sus trabajos, fruto de una inconsciente persecución de la perfección de un discurso que es absolutamente indisoluble de sí mismo. En Michael Mann, esta certeza resulta evidente, pues la búsqueda constante de argumentos (más o menos reales) que le permitan repetir los mismos patrones y situaciones es recurrente en su cine.

En ‘Enemigos Públicos’, Mann lleva su cámara, el último adalid del cine digital, a la confrontación entre dos personajes encarnados por Johnny Deep y Christian Bale, una suerte de actores que evocan al Al Pacino y al Robert de Niro que participasen en una de las mejores películas de su director.

 

La historia del ladrón de bancos John Dillinger no es nada lejana a la de ‘Heat’, incluso aunque el salto en el tiempo sea evidente. Ese guión de perseguidor y perseguido y de las confrontaciones morales que afectan a ambos termina por contar, en definitiva y en esencia, la misma película una y otra vez.

 

Tratándose de un argumento conocido por todos, arraigado en la cultura popular y del que se conocen inicio y final, la única motivación se convierte en cómo rodar, cómo mostrar los acontecimientos y de qué manera planificarlos. Las decisiones narrativas de Michael Mann, sean contundentes o arriesgadas, acertadas o presas de la ambición desmedida, siempre resultan estimulantes.

 

Lo que resulta un escollo para la película, desafortunadamente, es la elección del formato que ha hecho nuevamente el director, enamorado de la cámara digital desde que la descubrió en ‘Collateral’ y filmase con ella una de sus mejores obras.

 

El digital aquí crea el efecto contrario que éste creaba en aquella cinta. El formato vulgariza las escenas, desmantela la estilización y la precisión de la iluminación del grandioso Dante Spinotti y su fotografía perfecta, diluye la efectividad de los elementos del decorado, revela lo artificioso del vestuario y el maquillaje de los actores, estropea las escenas en las que hay cambios bruscos de luz y también en las nocturnas, donde la oscuridad impide que pueda distinguirse con claridad el movimiento y las acciones de los personajes.

 

Es éste el único punto negro en una película que, de otra manera, sería la cinta de acción más perfecta del año. Su dirección clara y contundente, su trazo fino y estilizado, sus gloriosas escenas de acción, los momentos de sensibilidad propios del autor, la profundidad de los personajes y el encomiable plantel actoral lo convierten en una obra coherente y llena de fuerza que encaja a la perfección con la filmografía de su director.