Las conquistas de El pasado serían mucho mayores si Asghar Farhadi no hubiese hecho antes Nader y Simin (2011) que, en cierta manera, suponía la culminación de ciertos hallazgos expuestos ya en A propósito de Elly (2009). No es cuestión de ignorar la máxima en torno a que un cineasta filma siempre en esencia la misma película, sino que incluso con esa idea en mente no es difícil percibir que El pasado engrandece su tamaño y sus ambiciones pero nunca extiende el terreno ya conquistado.
Los relatos de Farhadi respiran un solo tiempo verbal. En El pasado, aunque la cámara empiece a filmar mucho tiempo después de que un cataclismo haya desolado a sus personajes, revisitar a los protagonistas del drama es sólo una manera de observar cómo sus vidas parecen condenadas a transitar continuamente alrededor de aquel momento crucial, a contarlo eternamente para intentar entenderlo.
Así surge la historia de Marie, pletórica Bérénice Bejo con la que parece imposible compartir plano, una mujer separada que solicita el divorcio para intentar reconstruir su vida familiar. El regreso del marido sólo ayuda a abrir viejas heridas y a iniciar un proceso de búsqueda de la verdad que ya nunca volverá a detenerse. Tal y como ocurría en Nader y Simin, los pequeños detalles del pasado que revela cada personaje abre una nueva caja de Pandora, una nueva forma de entender lo vivido, microcosmos que se expanden continuamente hasta convertir la verdad del mundo en algo inasible.
Sólo que aquí, a diferencia de aquella, el autor intenta ir más allá en una búsqueda, quizá, de una pirueta narrativa aún más virtuosa. Las confesiones se multiplican, multiplicando también las implicaciones emocionales de esos nuevos descubrimientos que lo cambian todo (unas sensaciones que Farhadi parece explorar de manera insistente). La realidad que los personajes creían conocer se transforma casi con cada nueva frase, y cada confesión se revela en cierto modo como una traición. El método se pone en cuestión a sí mismo, como si el guión hubiese sido concebido para estudiar cuántos giros argumentales puede soportar el drama. Y de repente el giro ya no invita a la sorpresa, sino a la caricatura, en tanto que cada giro se ha vuelto más importante que los propios personajes.
Quizá el pecado sea que concebir un mayor tamaño en las magnitudes de la trama no parece encaminado hacia la exploración, sino hacia la exhibición. Quizá tras el éxito internacional de su anterior film, Farhadi se ve obligado al más difícil todavía, traicionándose en cierta manera a sí mismo. Aún con esa grandilocuencia mal entendida deambulando por la película, resulta innegable la rotundidad y el talento del realizador, en el respeto con el que filma a los niños, auténticos protagonistas/víctimas de sus relatos, o mostrándose irónicamente brillante en aquellas escenas donde la trama descansa y la película respira. En ese sentido, la poesía que respira su plano-secuencia final tiene poco que ver con lo filmado anteriormente. Quizás porque es el único momento donde la película se enfrenta al presente.