Cuando los cimientos del cine español contemporáneo aún no han logrado recuperarse de aquella obra plena de auténtica libertad creativa llamada La mujer sin piano (2009), Javier Rebollo firma nuevamente una película con vocación de elemento inclasificable. El muerto y ser feliz parte de un género concreto para luego subvertirlo y convertir sus premisas iniciales en perfectas excusas para los más alucinógenos puntos de fuga, como ocurre en el resto de la filmografía del realizador.
Sería ingenuo y por completo reduccionista, por tanto, decir que estamos simplemente frente a una road movie. El itinerario que vive un hombre en su huída de la propia muerte, junto con una chica que encuentra durante el viaje, permite a Javier Rebollo encontrar una película distinta en cada sendero del camino. De este modo pasamos del cine negro a la comedia en cuestión de segundos, o del relato costumbrista al drama romántico en escenas que se suceden las unas a las otras con los personajes como únicos nexos de unión. Sí, también hay un argumento que da coherencia al conjunto: el del hombre que huye de sí mismo y el de la mujer que intenta regresar al seno familiar, pero ninguno de ellos está trazado con firmeza como para sugerir que en ellos se encuentre poco más que una excusa argumental para poner en marcha el trayecto.
Quizás lo más interesante para tratar de comprender las intenciones de El muerto y ser feliz sea atender a esa omnipresente voz en off que da inicio al relato y que ya no se detendrá durante el resto del metraje. Como si de una suposición se tratase, como si fuese una película imaginaria que cobra vida ante nuestros ojos gracias a la magia de lo verbal, la narración en off propone un curioso juego a caballo entre el ejercicio de creatividad sin barreras y una revisión del metalenguaje cinematográfico. La voz en off pertenece, en realidad, a los guionistas de la película, como si ambos se reunieran en un café y comentasen juntos un relato que va surgiendo sobre la marcha, mientras la magia del cine trata de representar esas ideas al mismo tiempo que se enuncian. De se modo, pareciera que El muerto y ser feliz se está creando a sí misma al mismo tiempo que contemplamos sus imágenes.
En un refrescante ejercicio de exploración, Javier Rebollo consigue con el relato disperso de un anciano a punto de morir la más juvenil de sus películas, la más desenfadada, la más imaginativa y al mismo tiempo la más irregular. En ese contexto de aparente lluvia de ideas todo parece valer y cualquier idea es buena porque apenas va a protagonizar una sola secuencia de la película, un único peaje del trayecto. Eso hace que, en su búsqueda de la película que se encuentra por el camino a todas las películas posibles, El muerto y ser feliz acabe aterrizando, en muchos momentos, en peligrosos extremos.
En el primero de ellos, la película no teme arribar en las cosas de los lugares más convencionales en la historia reciente del cine español. Cuando el coche llega a una bahía abandonada, “allí donde se unen el paraíso y el Apocalipsis”, la representación de los personajes ante el panorama desolador no está muy lejos del clásico viaje iniciático adolescente hacia ninguna parte, tantas veces retratado con desidia y falso aliento poético. En su itinerario a través de los rincones más lejanos de una Argentina pocas veces filmada, la película cae en el relato turístico sin fondo ni forma. O, en el que quizás sea el mayor de todos los pecados de la cinta, el hecho de que la propia película haya nacido con la vocación de irreverente e imaginativa la esclaviza, en cierto sentido, obligando a una continua extravagancia que en muchas ocasiones lo único que consigue es entorpecer el relato, subrayar su condición de capricho creativo, de ocurrencia gratuita.
Seguimos el viaje hacia el centro de la tierra para algunas, hacia la nada para algunos, con un indiscutible interés en gran parte gracias a sus actores. José Sacristán hace creíble un personaje incómodo, presa de un trasfondo desdibujado. Roxana Blanco imprime a la película, gracias a ese hermoso personaje femenino, una ternura que se lleva los mejores momentos de un relato fragmentado. La dirección de actores de Javier Rebollo vuelve a arrojar luz las enormes capacidades del realizador, aunque aquí parezca excesivamente preocupado por el devenir argumental y por el juego virulento con la banda sonora en lugar de hacerlo por otras cuestiones.
Cuando la mujer del relato se encuentra por fin con su familia, descubre que aquellos viejos conflictos que la obligaron a huir de su tierra natal aún están presentes. Al conocerlos, es difícil no percibir en esa rica historia de conflictos familiares otro filme posible, una hipotética película con identidad propia. Cuando uno de esos bloques argumentales tiene mucho más interés que todo el resto, o cuando uno piensa en cómo podría haber sido la película si se centrase en aquel rincón argumental que apenas esboza en una escena, puede advertirse uno de los agujeros de la cinta. O tal vez sea el deseo de aquel que, como espectador, busca un relato convencional al que aferrarse porque encuentra difícil zambullirse en una propuesta tan arriesgada como discutible, tan tentadora como impenetrable, tan sugestiva como descompensada.
Los divertidos excesos de El muerto y ser feliz son también su propia perdición. No es una road movie, pretende celebrar su capacidad para huir del encasillamiento, de la etiqueta de cualquier género, pero esa constante huida impide también que la película se encuentre a sí misma. Parece más bien un grito de rebeldía construido con demasiada ligereza en lugar de un auténtico y maduro ejercicio de huida de todo cine con aspiraciones narrativas. En ese caprichoso viaje hacia ninguna parte, el cine termina encontrando la nada con la que quería tropezar.