En una de las primeras escenas que pueblan esta bella incursión en el parque nacional de Doñana, un anciano escucha el Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy, una pieza que parece salir del televisor al que atiende mientras cena.
Parece un mero accidente, pero todo lo que viene en el filme a continuación está de algún modo prefigurado por la presencia del compositor francés: la obra sinfónica más importante de Debussy fue, precisamente, La Mer, una sinfonía en tres movimientos que intentaba describir, con música, el rumor mismo de las olas, y El mar nos mira de lejos va a intentar construir su propio poema sinfónico sobre el mar a través de sus posibilidades como fuente de sonido.
La variedad del espectro sonoro producida por el mar viene a convertirse en protagonista: el mar en calma, el mar agitado, el mar tocado por la mano del hombre, el mar en la lejanía… Un sonido que va a estar siempre presente, incluso cuando éste quede invadido por los sonidos de alrededor: los diálogos de las personas, un carruaje que atraviesa la pantalla, una barca, una guitarra, una canción que suena frente a la orilla… Pero el mar no calla, allá a lo lejos.
Visto de ese modo, las imágenes vienen a convertirse en un instrumento que sirve para ilustrar de dónde proviene esa fuente de sonido, qué lo provoca. Aquellas imágenes no son nunca planas, nunca desprovistas de intención. Sobra decir que una de esas intenciones subyacentes, casi en cada plano, es el peligro de la intervención del hombre sobre el terreno: se diría que cualquier participación del ser humano en el parque, aún siendo desde el respeto, es nociva para aquel lugar, como si el propio concepto de «atrapar» a la naturaleza, darle cerco, hacerla habitable, restringir sus dominios y preservar su continuidad fuese una quimera absurda que se encarga de echar por tierra el paso del tiempo.
Allí está, en el corazón de la película, un plano revelador que parece partir de la simple belleza del detalle natural pero que atesora un discurso capaz de ir más allá: los granos de arena que se mueven en una sinuosa danza sobre la cima de una duna prefiguran lo inexorable, un paso del tiempo que revela la diminuta dimensión de la presencia del hombre.
Por eso se trata de una película que, quizás sin quererlo, termina por defender una no participación, cuando toda intervención también acaba siendo una invasión. La prueba se encuentra en ese momento donde el relato se detiene, por un momento, en un pequeño vecindario junto a la playa: un lugar que nada tiene que ver con el paisaje de Doñana, otro mundo, muros de cemento que impiden vislumbrar el mar aún cuando está tan cerca. Ya sólo se escucha de fondo, quizás por eso El mar nos mira de lejos sea un poema sonoro y no una mera colección de imágenes de postal. Una obra salida del universo de la imagen que, curiosamente, nos recuerda que seguimos entendiendo el mundo a través del oído.