Maravillosa película, maravilloso descubrimiento.
El principio de los años ochenta representado con poderosa precisión, embellecido por la hermosa labor de fotografía de Luis Bellido, que sabe captar la poesía caótica y nocturna de los bajos fondos, en constante penumbra.
Película trazada con un gusto musical exquisito: la música es narradora y al mismo tiempo protagonista de una historia que confía en el poder de los sonidos y en la fuerza narrativa de las canciones para contar lo que acontece más allá de las palabras, de los gestos y las miradas.
Maravilloso encuentro.
El film hace justicia así con la historia de su país, y hace también las paces de algún modo con su cine, o al menos reivindica cómo éste ignoró la situación social del momento. El cine hace las paces con su historia, al conseguir mirarla por fin de frente.
Maravilloso descubrimiento Rodrigo Rodero, también.
Más cerca de Philippe Garrel que de ningún otro cineasta, el primer y auténtico heredero en nuestro cine de la tradición francesa de la nouvelle vague, la madurez formal de su primera película resulta ya impecable, su dominio del tempo cinematográfico, la fuerza expresiva de sus primeros planos, la intensidad dramática de sus momentos de silencio, la valentía de una estructura y una puesta en escena fuera de lo común.
La inexperiencia acusa sin embargo en la plúmbea pedantería de los diálogos, en la búsqueda continua de la poesía, la profundidad y la trascendencia. No hay nunca ligereza, nunca momento para la espontaneidad ni la sutil sonrisa, sólo hay momento para la afectación, el drama contenido y la pureza única de la ingenuidad propia de una ópera prima.
Los bajos fondos, la drogadicción, el Barrio Chino barcelonés retratado en un plano geográfico que podría recordar a cualquier otro suburbio universal. Un mundo excelentemente esbozado en unas pocas pinceladas, en pocos gestos y apenas unas pocas frases.
La película alcanza su expresión maestra en el plano fijo, de duración interminable, de fogosa intensidad, en que Fernando ve perderse a Elsa entre las frágiles cortinas del otro mundo, del umbral, el paso al universo de la drogadicción y la pérdida total de identidad propia.
Maravilloso reencuentro con la capacidad del cine de sostener el plano tanto como sostener la mirada. Sostener la manera de rodar, soportar la pérdida del ser querido ante nuestros propios ojos, y la eterna búsqueda de ella a través de los demás.
Gracias, Rodrigo.