The Girlfriend Experience (Steven Soderbergh, 2009)

“A partir de aquí, la decadencia”, declaró Steven Soderbergh después de haber ganado la Palma de Oro en Cannes con su primera película, Sexo, mentiras y cintas de vídeo. Y cuánta razón tenía.

Después de algunos ejercicios egocéntricos de estilo, el realizador encontró, en un punto de inflexión de su filmografía, el absoluto filón comercial de un poderoso reclamo de marketing que acercase al público a su película. El film en sí ya no era importante, sino encontrar la fórmula para atraer al espectador.

El punto de inflexión es, por supuesto, Ocean’s Eleven, y a partir de ahí los trucos publicitarios se adueñarán del quehacer cinematográfico del director, desde un filme que se estrena simultáneamente en cines y formatos domésticos (Bubble), hasta una cinta dirigida a tres bandas con maestros contra los que le es imposible competir (Eros), pasando por los siempre socorridos hechos reales (El Soplón).

Por supuesto ha habido algún éxito relativo entre medias. En su momento, Traffic supuso un soplo de aire fresco en la industria y una muestra intermitente del talento de su director, que proponía lentes de distintos colores a la hora de filmar para diferencias las localizaciones geográficas en las que se desarrollaba la historia.

Decisiones de estilo con delirios de grandeza que lo alejan de Steven Spielberg, con el que llegó a ser comparado en la juventud, y lo acercan más a otros tantos pedantes de la gran industria como Ron Howard.

Por eso, no resulta extraña ni ajena al cine del autor una película como The Girlfriend Experience, que relata unos días en la vida de una acompañante de lujo. Que haya utilizado a Sasha Grey, una actriz de cine pornográfico que defiende con gran solvencia el papel principal, cubre esa morbosa faceta de Soderbergh de pretender atraer al público a través de reclamos nunca exentos de cierta polémica.

Un desarrollo frío y desestructurado para contar la mediocridad de los tiempos modernos, rehuyendo algunas lagunas y apostando por un corto metraje para no tener que desvelar nunca su absoluta falta de espíritu.

En la película, como en el resto del cine de Soderbergh, los movimientos de cámara y la puesta en escena son tan acertados como innovadores, tratando de buscar siempre maneras diferentes de rodar a través del talento visual del realizador.

No resultan suficientemente estimulantes, sin embargo, para soportar setenta minutos de película por sí solos. Es de agradecer esta vez que el guión del filme tenga cierta mayor fortuna que muchos de sus anteriores ejercicios estéticos sin sustancia alguna.

Interesante reflexión sobre la incomunicación y los enormes desajustes que vive el mundo afectivo de nuestro presente. La premura habitual de Soderbergh por rodar sus películas antes de haber extraído material suficiente para hacer buen cine no consigue, esta vez, arruinarlo del todo.