El Hombre Lobo (Joe Johnston, 2010)

En el nuevo hombre lobo no hay nada nuevo. La tecnología digital avanza, y cada vez es más sencillo y efectivo representar la transformación del hombre en monstruo. Que, incluso así, esa transformación trate de emular a la original de John Landis en su película, que cumple ahora veintinueve  años, no obedece a lo que puede parecer un guiño nostálgico, como se ha querido hacer entender, sino a la evidencia de que la sugestión siempre es más poderosa que cualquier muestra de la prodigiosa representación del efecto especial.

Es muy curioso que, queriendo representar esa estética de lo antiguo, de la tradición, ni siquiera la textura de la película sea la misma: el inevitable pixelado de la imagen en las escenas nocturnas, que ocupan la mayor parte del metraje, otorga a ésta la pertenencia incontestable al nuevo cine digital, a un mundo visual diferente, y nunca al cine artesano. La representación queda así truncada, malentendida como si se tratara de una puesta en escena burlesca.

Cambio de registro para un director como Joe Johnston, centrado desde sus comienzos en el cine de aventuras y aquí rescatando el sabor de las películas clásicas de terror de los años sesenta y setenta, un sabor que ha perdido toda su trascendencia en el momento en que el formato de blockbuster televisivo condena la película no a un acontecimiento sino a la enésima cinta de monstruos del mercado.

Johnston se ha rodeado de los mejores en su género para evocar el mundo de las tinieblas más perfecto posible: la mejor dirección artística, el mejor maquillaje, el mejor diseño de vestuario (soberbio, espectacular), el mejor diseño de producción que pueda imaginarse para una gran película y que sin embargo, a pesar de sus efectos digitales, confía la mayoría de sus efectos a la vieja escuela de la prestidigitación, como hiciera Coppola con su Drácula de Bram Stoker y que tan buenos resultados dio entonces.

El problema es que aquí, a diferencia de  Drácula y de las películas antiguas de la Hammer que pretende emular, la narración es tan plana y la creación de tensión dramática tan nula que la película jamás despega el vuelo en una sucesión de lugares comunes del género de terror. La película nunca pierde su dignidad ni la falta de pretensiones de una buena propuesta, pero precisamente esa falta de trasgresión, de retorcer o sobrepasar el referente en lugar de ofrecer una mera revisitación, abandonan la película a la suerte del montón inclasificable de filmes para videoclub.

Estupendo montaje, que rescata muchos pequeños trucos del cine de terror antiguo y que reinventa algunos otros. Resulta sorprendente y refrescante que un filme de nuestros días se moleste en buscar nuevas formas de crear miedo en el espectador, aunque no lo consiga del todo. Sus referentes se convierten, de nuevo, en una pesada losa que hay que homenajear constantemente, que en el fondo es lo mismo que copiar fielmente, en lugar de resultar un material inspirador.

El reparto tampoco se queda atrás: Benicio del Toro en una agradable creación, con pocos momentos para su lucimiento personal que no sean sus repetitivas transformaciones. Anthony Hopkins en otro de sus idénticos papeles de secundario a los que le han condenado en los últimos quince años. Emily Blunt como reina de la función, soportando todos los planos con una tensión dramática envidiable y ofreciendo una de sus mejores actuaciones, y el infravalorado y siempre interesante Hugo Weaving en una correcta creación de detective que pone el punto elegante al reparto.

Mucha culpa de ese regusto a película resabida y poco interesante es la apática música del maestro, en otro tiempo interesante, Danny Elfman. La partitura que aquí firma se va por los rincones más cómodos y carentes de fantasía de las clásicas películas de terror. Su aportación no es sólo una copia infame de sí mismo, sino que su presencia ahoga la película en un torrente de falta de originalidad que la condena definitivamente a la mediocridad.

La falta de riesgo y pasión en lo rodado echa por la borda una de las estéticas más conseguidas de los últimos tiempos en una película de estas características que se convertirá a buen seguro en una cinta infravalorada, vilipendiada justamente por sus clamorosos errores. Una muestra más de que, especialmente en el cine de la gran industria, la originalidad y el gusto por la innovación brillan por su ausencia en tiempos de crisis.