“Las grandes historias merecen algunos adornos”, dice Thorin, Escudo de Roble antes de emprender la gran aventura que concibiera Tolkien para su entrañable, absorbente, fascinante cuento infantil. Parece un guiño de Peter Jackson, el principal responsable de estas adaptaciones al cine, que permite adivinar el significado real de este Hobbit. Pero no es el primer aviso, pues antes de esta línea de diálogo ya encontramos un gratuito prólogo que conecta esta película con la saga de El señor de los anillos. Puente innecesario, pues lo que aquí acontece sucede sesenta años antes de aquel relato, pero revelador para entender a quién va dirigido realmente este cine.
El amante de la literatura tiene permiso para entrar y dejarse sorprender, pero no es el auténtico invitado de honor. En su insistente deseo de ser lo suficientemente resuelta, lo necesariamente explícita, la película habla de tú a tú con el admirador de Peter Jackson, no con el forofo de Tolkien, como si el objetivo real y el verdadero deseo colectivo no fuese ver este libro llevado a la gran pantalla, sino por encima de todo recuperar las sensaciones que cierto tipo de espectador tuvo frente a la experiencia cinematográfica de El señor de los anillos.
El Hobbit es la culminación de ese deseo, una película para todos los públicos, con la capacidad necesaria para satisfacer al consumidor de aventuras en el cine tanto como al amante de este universo de fantasía literaria. Se le ha otorgado el mismo sentido de la grandeza que a sus tres hermanas mayores, para que el tamaño del escenario y su carga épica no desentone con lo narrado anteriormente ni defraude a los que ya han disfrutado de la epopeya definitiva. En ese sentido El Hobbit sigue siendo un relato entrañable, pero indudablemente ya no es tan pequeño. Ni en su longitud ni en sus intenciones.
En esa dinámica de continuidad resulta fundamental el acierto de repetir al equipo técnico que hizo posible aquellas adaptaciones milagrosas, desde el propio Peter Jackson hasta el mismo fotógrafo, Andrew Lesnie. Pero Jackson ya no es el mismo, desde luego. Si El señor de los anillos estaba construida sobre todo en base a primeros planos bajo un vertiginoso montaje que hilvanaba aquellos hermosos planos cortos, aquí los mismos procedimientos han sido sustituidos en parte por las posibilidades narrativas que otorga la evolución digital. Aquí las panorámicas son menos gratuitas y aparecen con un mayor sentido descriptivo. Basta con apreciar la huida de los trasgos o, sin ir más lejos, comparar la forma de rodar en el interior de las casas de La Comarca con respecto a la trilogía pasada. El dominio visual del realizador parece no tener límite.
Hay que señalar el mérito de haber encontrado ciertas soluciones argumentales a problemas en los que el relato original se dispersa. En ese sentido este Hobbit está construido en torno a cierta mezcla del material literario de Tolkien y no bebe solamente del libro al que la película ocupa. No es algo condenable, pues no resulta gratuito en absoluto. La intención que subyace bajo esos engarces, por otra parte nada forzados, es la de ofrecerle a esta historia una completa autonomía. Nadie tendrá que acudir al Silmarillion tras la proyección para poder comprender posibles lagunas del cuento. Todo lo necesario está incluido aquí como manera de concebir una película cuya consistencia no pueda ponerse en duda.
El único pecado real es el de sus dos marcados climas, el sosegado inicio y el posterior viaje, esclavo de una épica interminable. No es tanto culpa del libro como de la estructura propuesta para el guión, en donde quizás pueda intuirse la única herencia del paso de Guillermo del Toro en el proyecto. Todo parece medido y cuidado en exceso. Su primer nudo de la trama dura el tiempo justo para no caer en la absoluta nimiedad. Cuando parece que la sobreactuación de Martin Freeman va a construirse en torno a los excesos de su tono humorístico, aparecen matices en su mirada o a partir del contrapunto de otro personaje que disipan esos temores. Cuando la caracterización de algunos enanos no parece estar a la altura del resto aparece un detalle que justifica su aspecto. Cuando lo emocional está a punto de convertirse en sentimiento impostado, desaparece para dar paso a un peligro mortal. O cuando a partir de su segundo acto la acción continua y sin mesura parece dar paso a cierta saturación, se introduce cierto énfasis en los personajes, en su trasfondo o en el propio diseño del universo que oxigenan de manera convincente esta frenética travesía.
Howard Shore compuso su trilogía de El señor de los anillos en base a los tópicos del cine de aventuras. Fanfarrias de gran tamaño, melodías sencillas y coros de magnitud colosal cuando era necesaria una grandeza superlativa y el compositor se veía incapaz de alcanzarla por otros modos que no fuesen a través del tamaño de la plantilla orquestal. Aquí se ve obligado a continuar manteniendo unos efectos en los que él mismo no cree. Es, al mismo tiempo, uno de sus trabajos más suntuosos y uno de los más estáticos, de los menos libres. Partitura reiterativa, obligada a la épica, a la melodía recurrente y al remarque de las emociones. Música omnipresente casi hasta el punto de la saturación.
Cuesta pensar en otros términos que no sean los del continuo acierto. Es imposible que una película satisfaga las necesidades de un libro hasta en los más diminutos detalles. Por eso resulta tan sencillo detectar las diferencias y debatir en torno al acierto o al fracaso de esos desacuerdos, porque todo el resto está muy próximo a los deseos del imaginario colectivo. Nunca nada se acercó tanto a la posibilidad de dar forma a los sueños como en este proyecto. De nuevo inmersos en una obra sobre la que hay tantas miradas puestas a las que defraudar o sorprender, la coherencia con una adaptación al mismo tiempo arriesgada y responsable vuelve a traducirse en buen cine de aventuras. Su triunfo es el de satisfacer a todos a través de aspectos diferentes.
Con Un viaje inesperado queda resuelto, literalmente, la mitad del libro que escribiera Tolkien. Es de esperar, pues, que la batalla que tiene lugar en su tercer acto se acerque a la épica explosiva que ya tuvo lugar en El retorno del rey. ¿No es esta especulación con el futuro de la saga el resultado del entusiasmo por lo ya presenciado? Posiblemente nunca se lleguen a valorar del todo los auténticos triunfos de estas obras, que han hecho posible lo imposible, la capacidad de sorprendernos incluso a partir de un relato legendario ya conocido. Otro cantar es su vocación popular, que ha hecho posible el fenómeno, y que hace inevitable el hecho de que todo aquel que la vea tenga algo que decir en torno a ella. El Hobbit ha dejado de ser ese libro de la infancia que continuaba a buen recaudo en un cajón. Ahora le pertenece al mundo.