El discurso del rey (Tom Hooper, 2010)

Parece que en la última década el cine británico sea sólo capaz de existir a través de una mirada incisiva a su pasado histórico, no sin cierto sentimentalismo. Cuando no es así, la mirada es hacia el lado contrario, hacia el cine social, historias de los suburbios, pero nunca parece haber término medio.

Después del éxito rotundo de crítica y público con The Queen, de Stephen Frears, todas las miradas vuelven a aplaudir al Discurso del Rey como la película británica del año, una peligrosa costumbre que empieza a convertir los proyectos en posibles sólo cuando se ajustan a un cierto de tipo de cine academicista, ese cine con sabor y olor a premio y que se guía por unas reglas tan rígidas que a pesar de todo, la película nunca tendrá el olor de lo nuevo, de lo diferente.

“Mi castillo, mis reglas”, dice Lionel Logue en una escena de la película, interpretado soberanamente por Geoffrey Rush. También la película sufre de esos automatismos, de la construcción clásica británica de un cine nacional que le impedirán desarrollar todo su verdadero potencial y quedarse a las puertas de ser una película realmente grande.

En el fondo se trata de una preciosa historia de superación personal, en la que la tartamudez del rey le obliga a buscar a un terapeuta capaz de solucionar sus problemas en el habla, tanto como en un alma atormentada por sus historias de abandono.

La sutileza y brillantez con que están planificadas sus escenas contrasta enormemente con la terrible representación histórica que ofrece la película, fría, distante, inevitablemente falsa, como si de repente pasáramos de encontrarnos con una película de primer nivel a una tele serie con el clásico trasfondo histórico como telón argumental.

Y de eso sabe mucho Tom Hooper, que ha labrado su carrera como director en numerosas series de televisión, aunque todos sepamos, muy en el fondo, que eso nada tiene que ver con el cine. Hooper arriesga en muchas escenas, ofreciendo una puesta en escena refrescante y original, más cercana a los nuevos autores americanos que a la pura tradición británica, y eso favorece mucho a una película demasiado rígida en su trasfondo como para transmitir todo el hilo emotivo que posee en su escritura.

Sin embargo ese éxito de Hooper es sólo relativo, sólo existe a media voz. Tal vez el director acuse el mismo miedo que su personaje principal, esa inseguridad personal y la falta de confianza que sólo existe dentro de sí mismo y que le impiden ser del todo el gran autor que es en el fondo.

Sí que es la gran película británica de la que todo el mundo parece presumir, pues es interesante por muchos motivos. Pero se trata de un filme contradictorio, de sentimientos enfrentados. Todo parece un rotundo éxito y sin embargo nada lo es tanto. Sus elementos parecen funcionar solamente en apariencia, pero cuando intentan elevar su tono y hacerse grandes evidencian sus incapacidades.

El comedido trabajo musical de Alexandre Desplat, que escribe una de las partituras más laureadas del año, debe dejar paso a la Séptima Sinfonía de Beethoven justo en la escena más importante de la película, esa en la que el compositor francés se ve incapaz de escribir, o quizás en la que Tom Hooper cree incapaz a su propio músico de ofrecerle algo realmente grande. De nuevo falta de confianza.

Y sobre todo, en el fondo, el reconocimiento extremo de que la tradición británica del actor perfecto está ahí, y que las descomunales interpretaciones de Colin Firth, la dulzura de una Helena Bonham Carter irreconocible en un papel lleno de bondad y cercanía o el siempre magistral y ya citado Geoffrey Rush, no solamente soportan la película por sí mismos, sino que en el fondo es lo único que importa: ver cómo un pedazo de historia queda retratado de manera soberbia y a la vez intimista por un grupo de actores en absoluto estado de gracia.

¿Qué queda de la película entonces que la haga grande? Un deseo incontenible de expresar toda la emoción de su relato a través de un formato academicista que sea capaz de asegurarle un éxito rotundo. Justo la forma de ahogar toda emoción posible, y condenar la película a una sucesión de escenas de libro, de manual, pulidas y perfectas pero que, en el fondo, como al rey de su historia, poder expresarse de verdad le cueste siempre un esfuerzo sobrehumano.