«Qué sentido tiene hacer nada, si todos vamos a terminar muriendo», dice George (Freddie Highmore) al principio de la película en una voz en off que introduce el relato, y ahí termina toda la reflexión filosófica. El adolescente entiende que todo su esfuerzo y energías acabarán disipándose hacia ninguna parte, que terminarán desintegrándose y, al comprender un destino final que siente como funesto, la apatía se apodera de él en todos los niveles de su existencia.
Si algunos de sus profesores se esfuerzan en conseguir que salve el curso es porque ven en él a un chico con posibilidades que se topa con un dilema existencial en el peor de los momentos. George tiene madera de artista, pero aún no sabe qué tema pintar, no ha encontrado lo que quiere decir. Su complicada situación familiar, conocer a un joven artista que le anima a descubrirse y, sobre todas las cosas, su relación con Sally (Emma Roberts) que le empuja a salir de su burbuja conformista y le advierte que no está solo del todo.
Harrison Ford se hizo célebre en los años ochenta gracias a su presencia en películas de éxito, y lo consiguió con sólo dos muecas como recurso: ese gesto consternado, con la mandíbula encogida, y la media sonrisa seductora con la que pone la guinda al final de todas sus escenas. Freddie Highmore, el niño actor convertido ya en adolescente, va por el mismo camino.Una vez perdido el encanto y la permisividad como actor que le otorgaba la niñez, lo único que queda es una imposibilidad gestual manifiesta en un personaje que pide a gritos innumerables matices para ser compuesto con eficacia.
Sus reacciones se repiten, y su contención se convierte pronto en incapacidad, en puro estancamiento. No se trata de una interpretación en sí, sino de una mera aparición en la pantalla. George, el personaje, llora en numerosos momentos del relato, y su llanto es conmovedor. Pero hay que saber distinguir cuándo conmueve el brillo de unas lágrimas impostadas en el actor, y cuándo conmueve la propia actuación. Aquí por desgracia ocurre lo primero.
El personaje de Sally (Emma Roberts), terriblemente mal escrito, es la guinda que echa a perder una película que, sin dejar de ser un filme romántico al uso, sí que esconde más de un momento y de una idea interesante que no terminan de cuajar en un conjunto mediocre. La permivisidad que parece otorgar el hecho de ser una película adolescente, dirigida a un público poco exigente, convierte la banda sonora en un chiste, la puesta en escena en un arte inexistente y las resoluciones del guión algo intrascendente. Lo que importa es el clima, el mensaje, y no el relato en sí.
Gavin Wiesen firma el guión de su primera película como director y deja entrever las buenas intenciones de un cine que cuenta con todo el deseo de plantar la semilla de la felicidad instantánea en el espectador, pero se equivoca con un trabajo insustancial tras la cámara y también con la pluma, relegando su película al más evidente de los tedios.
Las idas y venidas de una historia de amor mal contada, la facilidad y simpleza de las decisiones de la chica protagonista, las resoluciones facilonas aderezadas con música pop o los lugares comunes del relato adolescente más banal son los elementos que inundan una historia que, por otra parte, guarda en su interior el hermoso mensaje sobre cómo, finalmente, el chico descubre de manera dolorosa y valiente que en el amor, o lo que es lo mismo, en la entrega incondicional hacia otra persona es donde reside el verdadero y único sentido de su existencia.