Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010)

El western es tan antiguo como el propio cine. Para contar la historia del séptimo arte habría que sobrevolar la historia del género y esta nos contaría la más absoluta de las verdades. Si el cine efectivamente es movimiento, no hay mejor género que el western para explicar su naturaleza.

Hablar del western es hablar del cine mudo, de la época dorada de Hollywood y del cine llamado clásico. Hablar de cine es hablar de la muerte de John Ford y de la llegada de Antonioni, y de pantallas cuadradas que se convierten en una ventana al mundo y a la historia.

Por eso Kelly Reichardt escoge ese viejo formato, el del encuadre estrecho que remite a un cine que ya no existe, para que sus imágenes dialoguen con un género que parece haberse perdido entre la densa bruma del incierto presente. Y lo hace escogiendo un tema también clásico, el del viaje a la tierra prometida, el del trayecto como experiencia trascendental del cambio y el aprendizaje.

Pocos westerns han aparecido en el nuevo siglo capaces de infundir savia nueva al género tanto como de trascender más allá de las ínfulas de un mero entretenimiento vestido de clasicismo. Acaso la más noble y valiente de todas ellas haya sido El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007), pues recogía la esencia y el clima de un género dado muchas veces por muerto y le ofrecía una providencial continuidad, tal y como si ese lapso de tiempo nunca hubiera tenido lugar. Meek’s Cutoff recoge esa tradición y convierte la película en un ejercicio fílmico de planteamientos extremos y, también, de valientes resultados.

En la manera de entender el cine de Kelly Reichardt puede encontrarse a Gus van Sant. Lo importante es filmar el momento, el movimiento, presenciar el trayecto, el travelling proyectado hacia el infinito como herramienta de una narración que tiende a una disolución etérea de reminiscencias espirituales. Detrás de van Sant está Béla Tarr, por supuesto, padre de la filosofía de una muerte del cine anunciada no como final sino como necesaria resurrección del medio.

El viaje de la caravana filmado en Meek’s Cutoff, con unas familias que avanzan hacia lo desconocido con la promesa de encontrar un lugar mejor, está lleno de silencios. No son otra cosa que la incertidumbre de no saber si el paraíso existe, el presagio del temor a una muerte que acecha durante un camino lleno de inquietudes. El encuentro con un nativo durante el camino plantea el conflicto definitivo para la película: el hecho inevitable de que el itinerario es el que forja al hombre (y a la mujer, pues se trata de una historia de mujeres, de inconmensurables héroes femeninos y de homenaje a la valentía callada que nunca obtuvo recompensa) y que en ese camino se liberan todas las prisiones del alma, barreras del pensamiento aquí simbolizadas en la jaula de un canario o en las ataduras del indio. 

Tal y como ocurría en el western verdadero, es el trayecto el que moldea a los personajes y les hace encontrar su verdadero sentido. El mundo es filmado para recoger su abrumadora infinitud. Ante él, dos maneras de entenderlo: como algo hostil y amenazador, tal y como lo siente la caravana que sólo trata de sobrevivir, o como un motivo de agradecimiento, tal y como lo muestra el nativo al que apresan durante la travesía. En el crepúsculo de un trayecto que marca los espíritus y que hace aflorar lo mejor y lo peor de cada uno en una situación límite, Meek’s Cutoff libera a los personajes de sus pasados y desnuda sus almas. De repente ya nadie es extranjero, no hay colores de piel o idiomas enfrentados. Sólo un deseo compartido de entendimiento.

En mitad del viaje, mientras el mito vuelve a forjarse a través de una cámara que recoge la belleza de lo invisible, una Michelle Williams que vuelve a concebir aquí una actuación descomunal por lo pequeño y sencillo de su personaje y la fuerza impulsora de su interpretación, escudriña al horizonte ya convertida en auténtico héroe, en dueña de su destino, decidiendo si continuar adelante. Su mirada es una de las más intensas y desoladoras del cine contemporáneo. Una mirada que vuelve la vista atrás, al cine del pasado, buscando la manera de convivir con este, preguntándose cómo recoger la herencia de todo lo recibido. El cine le devuelve la mirada.