Django desencadenado (Quentin Tarantino, 2012)

Para Quentin Tarantino, filmar películas no sólo se ha convertido en una manera de hacer crítica de cine de una manera directa y personal, sino en la posibilidad de reescribir la historia, de revivirla y cambiar los acontecimientos. El cine no le sirve ya solamente como juego, sino como máquina del tiempo con la que hacer justicia poética. De modo que la venganza, tema central de todas sus historias, es el motor que no sólo articula el guión escrito sino que también justifica cualquier viaje al pasado.

En ese sentido, no se le puede pedir al autor que trate con respeto un tema delicado cuando jamás ha sido respetuoso con los temas a los que se acerca. Es un acto de valentía tanto como de frivolidad, que exige de cierto sentido del humor. Pero incluso en esos términos, Django desencadenado se rebela con furia ante las certezas del pasado. Tarantino viaja dos siglos hacia atrás en el tiempo y permite que su personaje, construido sobre sus ídolos de la infancia, castigue a toda la raza blanca por permitir las atrocidades propias del período de esclavitud.

El director filma con pulso firme una obra que, estructuralmente, le debe mucho a su anterior trabajo, Malditos bastardos (2009). Buena parte de la culpa del ritmo de la cinta la tiene Robert Richardson, fotógrafo que también colaborase en aquella y que apoyado en una inmensa libertad creativa se entrega aquí a un trabajo preciosista, puramente espectacular, exhibicionista y elaborado hasta el puntillismo. En Django se dan cita Sergio Leone, Sam Peckinpah, incluso George Stevens. El director evita la sombra de John Ford a través de un relato bizarro y gamberro porque sabe que su diálogo con aquel resultaría estéril. En su lugar se entrega a una diversión que, irónicamente, aparece cuando más control tiene sobre la secuencia.

La solidez viene de su plasticidad visual y de la puesta en escena, al tiempo que juega de manera abusiva y con la maestría de un gran narrador con retrasar el inminente desmadre. Django es, como sus anteriores filmes, un ejercicio de precisión que se termina desbordando, una bomba de relojería cuya puntualidad se retrasa el máximo tiempo posible, y en eso Quentin Tarantino no tiene competidor posible. El pulso con el que Django está narrada, disfrazado de falsa despreocupación, coloca a la película en el panteón de las grandes películas del género, en tanto que las dinamita a todas ellas, aunque sea un hecho que no deje de irritar a los que esperan que el realizador ofrezca siempre la misma película o a quienes consideran un juego de niños cada nueva propuesta del autor de Pulp Fiction (1994).

Para que el héroe pueda rescatar a su amada Broomhilda (la Brünnhilde de la mitología nórdica) primero deberá escalar la inmensa montaña que supone llegar hasta la plantación en la que está prisionera, sortear al dragón encarnado en un soberbio Leonardo DiCaprio a la altura aquí de un Christoph Waltz que juega con la ventaja de quien ha nacido para interpretar el cine de Tarantino, y finalmente sacar a la doncella del círculo de fuego que no es otro que los esclavos que la custodian a toda costa. La analogía con la leyenda nórdica no hace sino alentar el espíritu épico de la travesía en la película y su construcción como mito por encima de cualquier otra película del autor.

Django es una película de insertos. Valen tanto esos pequeños planos detalle que complementan a una escena como sus largos e imponentes travellings, o el preciosismo visual impuesto por Robert Richardson. A partir de ellos se construyen todas las emociones de un protagonista obligado a fingir indiferencia durante toda su vida. Así, se nos invita a adivinar sus sentimientos cuando acerca su mano al revólver, cuando baja la mirada o cierra el puño sin que nadie, salvo el espectador, pueda advertirlo. En ese sentido la película bien puede entenderse también un homenaje a la desaparecida Sally Menke, montadora de todas las otras películas del autor.

La película parece echarse a perder en su tramo final, o al menos pareciera que renuncia a todo lo que ha ido construyendo con el paso del tiempo. En el momento en que la historia simula haber llegado a su fin y el tono de moraleja se apodera del relato, aparece el propio Tarantino en escena, ángel y demonio al mismo tiempo, para ofrecerle a su sufrido protagonista una última oportunidad de redención, como si se tratase del último abrazo entre la criatura y su creador. El desmadre de sus minutos finales, el final feliz impostado y su galería de excesos no hacen más que alentar la condición de un cine absolutamente libre, incluso por encima de su férrea construcción de manual. Tarantino crea durante horas, y destruye de un plumazo. Es su voluntad, y sus decisiones parecen ocurrir en tiempo real, como si finalmente se arrepintiese de su propia trascendencia y nos recordase que el cine para él no es más que un juego. Un hermoso juego con el que poder viajar hacia atrás y cambiar todo aquello que no le gusta. Que el cine no sólo sirva para entender nuestra historia, sino también para poder hacer las paces con ella.