Diana (Oliver Hirschbiegel, 2013)

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En la primera escena de Diana, un rótulo indica que nos encontramos ante el día de su muerte. La cámara la persigue a través de una habitación, pero su rostro es esquivo. El plano-secuencia se transforma en tenebrosa mirada hacia alguien a quien no podemos encarar de frente. Diana recorre el pasillo para abandonar la estancia y se gira por un momento, como si dejara algo atrás. Por fin vemos su rostro, pero la cámara se aleja hasta desdibujar su cuerpo de nuevo.

Un brillante comienzo que nos avisa, a través de poderosas imágenes, que conocemos al personaje pero nunca hemos conocido a la persona, que la persona real sigue siendo esquiva e impenetrable. Un mensaje que la película esgrimirá durante todo el metraje pero con desigual fortuna, pues poco después de aquella secuencia la película vuelve al pasado y revela que ha comenzado, en realidad, con un flashback utilizado como el recurso propio del mal biopic. 

Y así discurrirá Diana hasta su edulcorada conclusión, en una lucha constante frente a los males del cine biográfico: la colección de sucesos reales uno tras otro y la correcta, obsesiva representación del protagonista lo más cercano posible a la realidad. La película olvida en ocasiones hacia dónde quiere llegar y se abandona a la excelente creación de Naomi Watts y a la repetición de los gestos de la princesa, sin poder evitar que sea ese su auténtico reclamo o, cuando menos, que sus otras virtudes se diluyan entre la mediocridad de sus detalles anecdóticos más evidentes.

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Si la película busca reflejar el deseo profundo y sincero de amar por parte del personaje, hay suficientes elementos en juego, en lo argumental pero también en lo formal, como para certificar la conquista de sus objetivos, sólo que en ocasiones los planteamientos parecen confundirse o entrechocarse en la ambición de abarcar diferentes dimensiones en la aproximación a una personalidad compleja y con demasiadas lagunas como para formalizar un retrato del todo concreto. Mientras que los tiempos muertos sirven para que Diana muestre un cariño sincero hacia sus personas cercanas, la historia de amor parece más preocupada por hilvanar los acontecimientos históricos en una sucesión de anécdotas que transforman el romance cinematográfico en víctima del tópico y lo intrascendente. Pero esas dudas están ahí, permanecen en el plano y han sido filmadas como forma de interrogarse en torno a la imposibilidad de acceder al verdadero relato, a los acontecimientos perdidos. La prueba es que muchos de sus planos tratan de emular a las fotografías de los paparazzi como si la única forma de representar al personaje fuese a través de las imágenes furtivas que ya existen de la persona real.

La mirada de Hirschbiegel parece haberse dulcificado con el tiempo hasta proponer un biopic totalmente alejado de la crudeza con la que retrataba sus primeros films. Tal vez el tipo de producción grandilocuente que supone Diana ahoga toda posibilidad de una identidad formal sólida en tanto que el proyecto parte de una vocación popular de lo más evidente, pero es precisamente ese hecho lo que arroja la película al abismo de lo convencional. Cuando la película recupera la primera escena del flashback y, con ella, el espíritu amargo que podría haber convertido al filme en algo muy diferente, ya es demasiado tarde. Diana lucha constantemente por desprenderse de los tópicos en torno al biopic tradicional, y lo hace hasta el último minuto de su metraje cuando la frase final, más lapidaria que poética, revela los objetivos de una película que no ha sabido transparentar su mensaje de forma menos literaria a lo largo de su accidentado discurrir. Finalmente, el plano de espaldas de la protagonista se convierte no sólo en símbolo de la imposibilidad de conocer a Diana por completo, sino también resumen de la película, obligada a dar la espalda a sus verdaderas intenciones.

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