Diamond Flash (Carlos Vermut, 2011)

Hace ya tiempo que los términos medios fueron desterrados por completo. Las posturas por parte de aquellos que ven el cine y de aquellos que escriben sobre él son, cada vez, más extremas. Por un lado está el espectador, que condena todo aquello que no entiende, o que no se ajuste a ese modelo convencional que sobrevuela el imaginario popular sobre cómo debe ser una buena película, asentado en la base del cine clásico y sus procedimientos narrativos lineales. Del otro lado está el crítico que, sometido a la saturación del cine comercial, abraza cualquier nuevo planteamiento con el que se encuentre, convirtiendo aquello que no entiende en objeto de su más profunda adoración. Cuanto más alejado se encuentre del espectador convencional, mayor valor tendrá para él. Posturas difíciles de reconciliar.

Allí donde no llega la mirada ni de uno ni de otro residen esos objetos sin identificar llamados películas de culto, aquellos en los que puede percibirse un interior poderoso pero no basta con un solo visionado. Es necesario penetrar en él, en sus temas, en su atmósfera, es necesario conocer lo que rodea a la película. Se trata de otro tipo de experiencia. Y Diamond Flash se convierte en filme de culto en el momento mismo de su gestación en tanto que nace con la vocación de película lúdica, enmarcada en el género superheroico, pero debe sortear los procedimientos convencionales para construirse a sí misma con un presupuesto casi inexistente. En ese sentido, la película está más cerca de los experimentos narrativos en los guiones de Quentin Tarantino que ningún otro proyecto que haya dado el cine español. Película coral empeñada en desafiar los límites de la lógica narrativa.

Pero no hablamos de una decisión puramente estética, o que se pliegue a un modelo de éxito para llamar la atención. Diamond Flash es muy distinta a todo cuando existe en el cine contemporáneo. Se trata de un gran agujero negro, construido por retazos de una historia, en el que las elipsis son tan grandes que queda en manos del espectador reconstruir la historia, recomponerla, casi crearla a partir de la asociación con las imágenes que ha visto. Con las imágenes y con sus diálogos, porque es una película construida a base de poderosos diálogos centrados en la construcción de la expectativa, en engrandecer situaciones que construyen un argumento. No se convierte en una película de cabezas parlantes porque su fuerza visual y su identidad están arraigadas con férrea convicción, tomada a partir de vigorosos primeros planos, asentada en la sugerente construcción de sus personajes y en el trabajo con las actrices.

Es una película de mujeres, de grandes actrices, personas que sufren, que ostentan poderes que ni entienden ni controlan. La misma relación ocurre entre el espectador y la película. Diamond Flash nos hace partícipes de las historias, de sus chicas, pero nos desorienta tanto como a ellas. La película deja fuera de campo tantas lagunas de la historia que cualquier interpretación es posible. Cualquier lectura es enriquecedora. Y en cada diálogo la película crece, se magnifica. Carlos Vermut busca aquellas imágenes que sean capaces de condensar y absorber la acción en una sola toma. Un hombre tumbado en el suelo de un baño, víctima de los poderes de su propia hermana. Una mujer que mete la mano en su bolso mientras busca algo que no conocemos, ese plano larguísimo y poderoso. El pasillo de un hostal abandonado, lugar en el que confluyen las historias. Grandes diálogos encaminados a encontrarse con grandes imágenes, tal y como se construyen las grandes películas, solo que esta no se parece a ninguna.

Es difícil no advertir las aristas, sobre todo visuales, que provoca el milagroso hecho de que Diamond Flash se haya producido a partir de un presupuesto que resultaría ridículo a los ojos de cualquier industria. Si el filme se adscribe a la serie B no es tanto por una cuestión de género como por una decisión estética, que simplifique u otorgue sentido a la precariedad de sus escenarios, además de suponer un vínculo, de nuevo, hacia la película de culto en la que se convierte. Resulta asombroso: la falta de dinero no ha creado una película que tenga valor por su idea o por lo que hubiera podido ser. No es solamente importante su simple existencia. El filme tiene identidad suficiente como para que sus imágenes perduren, crezcan en la memoria. Tiene la fuerza suficiente como para que la experiencia trascienda a la falta de respuestas. Es lo suficientemente sugestivo como para que recomponer el puzzle resulte también una experiencia apasionante. No es un mero artefacto diseñado para violentar el género superheroico. Se trata de contar una historia de la mejor manera posible. 

Resulta revelador reparar en dos carteles de película que adornan uno de los escenarios. Tal vez un accidente de atrezzo, o quizás una declaración de intenciones. El extraño viaje (Fernán-Gómez, 1964) y Un hombre y una mujer (Lelouch, 1966) presiden el comedor que da inicio al relato. Con cada valiente paso que se atreve a dar, Diamond Flash no hace más que acercarse a aquel terreno de lo inenarrable, al limbo de las obras maestras que encontraron en su vaciado de todo lo accesorio el mayor de sus triunfos. Ni el ejercicio crítico ni tampoco la mirada convencional serían capaces de enfrentarse a una película como esta. Diamond Flash llega allí donde no llegan las palabras.