Bajo ese criterio, Death Proof es una culminación llena de fuerza, un poderoso segundo plato, más serio y gamberro que su predecesor en el programa, de concepción e intenciones más profundas de un cineasta que no sólo se limita al juego de la recreación, sino que intenta ir más allá ante la responsabilidad de dejar su firma autoral en el proyecto.
Si hablamos de Death Proof como obra aislada, como propuesta individual, y eso incluye 25 minutos más de metraje, la inmersión en el universo tarantiniano, tan accesible como gamberro es obligada, y la concepción espacial y contextual del mundo grindhouse pasa a un muy segundo plano, a una sugerente excusa para explorar el mundo cinematográfico del cineasta americano.
La película comienza con un plano muy explícito que transparenta las intenciones del autor a la hora de rodar. Una imagen doble que se superpone en su reflejo: Sydney Poitier (hija del actor) sentada en el sofá a la manera de la foto que está colgada sobre éste, un fotograma de película antigua en la misma postura. La imagen deja claro que los personajes de Death Proof seguirán los pasos de los centenares de influencias de Tarantino en su cruzada fílmica, que se solapa con sus referentes.
Dispuesta a modo de dos partes diferenciadas, Tarantino vuelve a jugar con las estructuras dividiendo la película en dos clímax de máxima intensidad y dejando el resto a merced de sus punzantes diálogos. Si bien su concepción estructural esta vez es mucho menos transgresora y es difícil que provoque el impacto e influencia de sus otras obras, acierta al contar su historia de esa forma, pues propone sin darse cuenta un traspaso espiritual de sus personajes de unas chicas a otras, propone también una historia de venganza que no es conocida pero que se lleva a cabo por motivos casi cósmicos, y lleva así al extremo la idea de matar a los personajes que más cariño coge el espectador.
Que el director centre su película tan sólo en dos momentos de acción dramática asombrosos da pie a que el enorme metraje de relleno se convierta en el exponente del universo Tarantino más puro y refinado que se conoce hasta la fecha: Diálogos muy madurados, escritos con precisión y cuidado, escenas y planos largos, primeros planos turbadores (el ojo de Kurt Russell observando a las chicas, los labios de Vanessa Ferlito, los detalles a los pies apoyados en la ventanilla del coche), homenajes musicales, esta vez construidos no a modo de videoclip sino mitificando los propios temas (mejorando incluso el legendario baile de Thurman en Pulp Fiction), bailes sensuales, duelos de palabra e intención, y la poderosa sensación de que el control es férreo, y que la fuerza del guión sólo puede compararse al virtuosismo de su dirección.
Si bien en la primera mitad las conversaciones son duras y hostiles, llenas de humor negro, duras, concisas, la segunda mitad está trazada de modo bromista, gamberro, divertido, con una habilidad pasmosa a la hora de perfilar personajes, definirlos con unas pocas frases, y volver a moldearlos y esculpir sus detalles con cada palabra que añaden al diálogo. Y es posible que incluso la intención plástica del autor vaya más allá: Coloca el primer encuentro en un contexto nocturno, desafiante, inquietante, y el segundo en un contexto optimista, diurno, repleto de humor y de energía contagiosa. (Hay un homenaje accidental a Woody Allen y su Hanna y sus hermanas, rodando las conversaciones de la segunda parte en una virtuosa toma circular)
Ninguno de los viajes tiene retorno y ambos son absolutamente catárquicos, a pesar de que el segundo sea menos consciente y el primero más definitivo.Y él sabe que esas dos mitades se sostienen perfectamente porque vienen culminadas por dos escenas de acción de las que se hablará eternamente.
El choque frontal se queda para los anales del cine en cuanto a la genialidad de la creación en el montaje, a la valiente elección de mostrarlo cuatro veces, de describir con detalle el destino de cada una de las víctimas, de congelar el momento y repetirlo con dureza, de analizar un solo segundo de impacto y condensarlo de tal manera que la narración cinematográfica permita detenernos en ese instante y poder verlo con perspectiva de 360º. El acierto responde más al virtuosismo narrativo del director que a una mera idea exhibicionista gratuita.
La escena final, la doble persecución, donde las chicas son tanto perseguidas como persecutoras, es la escena antológica por excelencia. Zoe Bell justifica su aparición en la película ofreciendo la que se convierte al momento en una de las mejores escenas de acción de la década. La escena también puede considerarse el homenaje más directo a las películas que supuestamente Death Proof debería revisitar, con los primeros planos a Tracie Thomas conduciendo (divertidísimos!)
La transgresión maestra de Tarantino es tal que coloca el primer nudo de la trama donde debería ir el punto medio, y el clímax del tercer acto justo al final de la película. De modo que la estructura de la película es absolutamente única, sin parangón, y funciona espectacularmente bien porque prescinde de los otros elementos de la estructura tradicional, utilizando como bisagra una absurda escena de dos policías vaqueros, ridículos padre e hijo, que concluyen tal como los espectadores, con exclamada admiración: “Cuatro almas ascienden al cielo en un mismo instante”.