¿Por qué nos da la impresión siempre de que las películas de Jacques Audiard se vienen abajo durante el segundo acto de sus milimetradas estructuras? Tal vez porque no nos damos cuenta, a simple vista, de que lo que le interesa es apoyarse en lo argumental para construir otro tipo de cosas. Las películas de Audiard pertenecen de manera ingobernable a un cine de la sensibilidad, cine del punto de vista, y eso las termina por hacer inclasificables. Quizás porque esperamos otros caminos. En él, valen más una mirada o un primer plano que cualquier estereotipo del que se sirva para arrastrar a sus personajes por el camino de penitencias al que los somete de manera continua.
La mirada de Audiard no es la del autor clásico, que se congratule de sí mismo cuando encuentra una decisión acertada con la que rodar un plano. A este autor le interesa más construir a sus personajes, cuidarlos, quererlos. Amarlos tanto que le resulta imposible no ponerlos a prueba, no llevarlos a sus límites. Y a partir de ese momento en el que todo parece derruido, admirar cómo a pesar de su indefensión lograr encontrar el camino hacia el futuro, hacia la esperanza. Que el tiempo se detenga durante un solo segundo. A él le interesa más filmar las miradas que divisan el horizonte que los accidentes que sobrecogen únicamente por su crudeza.
Por eso llama la atención que el realizador se sirva aquí de una novela de Craig Davidson que se sustenta continuamente en el impacto emocional de situaciones del todo dolorosas para poder tender puentes hacia la condescendencia con el espectador. Nos emocionan estos dos personajes, hombre y mujer, porque conocemos cuánto han sufrido, no porque sus decisiones nos lleven a comprenderlos. No es el cine lo que nos empuja a la empatía, en definitiva, sino lo literario, el conocer su historia. ¿A dónde conducen esas decisiones? ¿Acaso importan? ¿Qué es lo importante de la película entonces? Descubrir que tal vez lo único importante es que el filme nos conmueve sin unos objetivos concretos pone en duda cierta dimensión del valor del filme.
Se trata, en realidad, de personajes absolutamente pasivos. Ocurren situaciones y ellos reaccionan a ellas. Puede que sea ese el mayor escollo de una película que no puede nunca renunciar a su construcción a partir de lo literario, de lo argumental. Desde esa perspectiva, resulta inspirador encontrarnos con los momentos en los que la película vuela y se despoja de la necesidad de contar los procesos dramáticos en los que están envueltos sus personajes. Tanto como resulta frustrante cada vez que el filme nos recuerda que no ha conseguido evitar la esclavitud de los golpes de efecto, de esos que obligan a algunos a llevarse las manos a la boca en búsqueda de paliar el asombro de lo presenciado. La filosofía del golpe emocional constante para solventar la ausencia de una verdadera capacidad comunicativa que haga partícipe al espectador de una manera menos efectista.
Él ha perdido todo vínculo con la vida, con cualquier responsabilidad. Ella pierde de vista su vida pasada cuando un accidente la deja postrada en una silla de ruedas. Dos grandes personajes, y dos grandes recreaciones. Sin dos actores de esta talla no existiría película alguna. La fuerza de sus imágenes proviene directamente de ellos y no de las puestas de sol o de los paisajes en los que Audiard intenta centrar su atención. Y de entre todos ellos, el mar, que queda enfocado incluso cuando la película intenta ofrecer un primer plano de uno de sus personajes. El mar siempre presente en lo visual y también en el propio relato. No tanto la relación de los personajes con el agua sino la presencia omnisciente de un elemento que parece observarlos y protegerlos.
Es por ello por lo que, a pesar de todo, la cámara de Audiard se transforma en la de una mirada que ni juzga ni ayuda a aquellos a los que tanto observa. Tan sólo acompaña. Y permanece junto a ellos porque espera el milagro en el que el realizador francés confía tan a ciegas que resulta difícil no dejarse seducir por su mensaje. El director observa a sus criaturas en todo momento para encontrarse de bruces con ese inesperado momento en el que, incluso en el más oscuro de los infiernos, ellos vuelven a encontrarse con una luz en el camino que ya creían perdida. La capacidad de superación, la posibilidad de resurrección. Audiard ve en cada uno de nosotros a personas capaces de los más hermosos milagros, cuya belleza se encierra en el más silente de los anonimatos. Por eso su cámara puede ser más la de una mirada divina, acompañante, paciente, que nunca interviene pero que siempre acompaña, que la de un director que observa y manda.
Decía el propio autor que su película trataba de un romance entre dos personas que no sabían amar. Puede que sea la excusa perfecta para tratar con torpeza un proceso de encuentro entre dos almas solitarias que nunca llega a concretarse entre sacudidas de crudo y forzado realismo combinados con una impostada sensación de hostilidad que tal vez haya quedado retratada de forma demasiado gratuita. Es ese el mayor problema de De óxido y hueso, que intenta regocijarse en la belleza del puro transitar de la vida a través de un ritmo irregular, lleno de traspiés, y que al mismo tiempo es esa misma irregularidad lo que convierte su visión del mundo en algo forzado. En otras palabras, una belleza excesivamente buscada que deja así de ser belleza. O quizás simplemente ocurra que la película de nuestra cabeza no se corresponde con la mirada ensimismada de Audiard. Ha encontrado su historia y la filma con toda la pasión y sensibilidad posibles. Ni siquiera él se ha atrevido a juzgarla. Tampoco nosotros deberíamos hacerlo.