Cuscus [La graine et le mulet] (Abdellatif Kechiche, 2007)

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La disolución del relato es un elemento muy presente en el cine contemporáneo. Cierto tipo de cine se ha encargado de revelar esa ausencia del relato convencional, de las estructuras tradicionales que poco a poco van dejando de resultar útiles para narrar nuevas historias. Las últimas obras de Gus Van Sant, el Zodiac de David Fincher, o incluso El Caballero Oscuro de Christopher Nolan (que se atreve a hablar de este conflicto artístico dentro del marco del cine comercial) atestiguan un camino y una exploración que no es ajena a los cineastas europeos, que lo han experimentado a través de la búsqueda sobre todo de un nuevo cine social.

Bajo ese prisma, La graine et le mulet puede considerarse importante, por su originalidad, por su condición única, por su valentía narrativa, y por su exploración sin condiciones de un encuentro y un diálogo con un nuevo y particular modelo narrativo.

No se trata de nuevo cine social, y es muy difícil que cree una tendencia hacia cierto tipo de narración. No es tampoco una búsqueda de un nuevo hiperrealismo, pues huye de la forma documental y de la arbitrariedad de la puesta en escena. Se trata más bien de una obra en la que su autor, Abdellatif Kechiche, ha encontrado definitivamente su medio expresivo: escenas largas, mucho más largas de lo habitual, en la que deja a sus actores improvisar, extender el relato y acercarlo a la cotidianidad, alargar los contenidos, insistir en su mensaje y hacer más compleja su trama si cabe, tal como la propia vida.

Con ese modelo como herramienta, la película plantea una historia familiar que comienza con la presentación de una familia numerosa y desestructurada, articulada a través de Slimane, el cabeza de familia que sirve de nexo de unión para el resto.

Tras casi una hora larga de presentación y haber dotado a cada uno de los personajes de una humanidad latente, el relato por fin puede arrancar, y a partir de ahí se inicia la lucha de un hombre por conseguir los permisos pertinentes para poder fundar su propio negocio de restauración.

El empuje está propiciado por Rym (Hafsia Herzi, en una poderosa interpretación novel), la hijastra de Slimane, que comparte ese difícil sueño y que se contagia de la ilusión escondida de ese hombre ya anciano que intenta reconducir su vida. Rym se convierte así en la única persona capaz de mirar más allá de los ojos de su padrastro y dotar de vida propia una idea que sin ella acabaría ahogada en dificultades insuperables.

Y por fin, un clímax que vuelve a integrar a todos sus personajes consigo y que se convierte en el último tercio del enorme metraje. De nuevo la habilidad del director para encontrar su propio tempo narrativo, que en ningún momento resulta cargante (de hecho ese tramo final es de una intensidad arrolladora). Y finalmente, una decisión que culmina como uno de las decisiones más valientes del cine contemporáneo: la decisión de terminar el relato justo en el clímax y privar al espectador de un (supuesto) final feliz, que obliga a repensar toda la historia y a concluirla por uno mismo.

Lo que queda por el camino es la constancia de la fuerza que da ese empuje de la gente que nos rodea, la capacidad de construir realidades a partir de las ilusiones compartidas, y finalmente, la capacidad de sacrificio de cada una de esas personas por conseguir que ese proyecto se haga finalmente realidad. En la entrega incondicional de sus personajes a una ilusión compartida está la fuerza devastadora de esta valiente película.

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