Cuando todo está perdido (J.C. Chandor, 2013)

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Podría entenderse Cuando todo está perdido como el contraplano de una auténtica película de naufragio, como si se construyese a partir de los momentos que un cierto cine convencional hubiese desechado de manera automática. El reverso de una película de supervivencia, todo aquello que cualquier otro proyecto hubiese omitido por considerarlo vacío de contenido. En ese sentido, el film es una sugerente puesta en cuestión de muchos automatismos utilizados de manera poco reflexiva a la hora de concebir un relato cinematográfico.  

No hay diálogos grandilocuentes, el choque del barco que dispara el relato está filmado desde el interior ahogando todo sentido del espectáculo, y las tormentas aparecen a lo lejos sin ningún refuerzo dramático tradicional. En definitiva, asistimos a una película que intenta sobrevivir a su particular naufragio: el de renunciar a todo recurso convencional con la intención de encontrar la pureza del género partiendo de esa sorprendente desnudez.

Ahora bien, el lenguaje visual utilizado en la película invita a pensar que estas intenciones reduccionistas no son un punto de partida que propicie un discurso posterior sino que la propia decisión formal es, en esencia, el único discurso. De modo que, en cierta manera, la película no es tanto una interrogación de las formas como un impúdico intento de exhibir la inteligencia creativa de su autor.

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Quizás no haya instrumentos suficientes en el propio film como para llegar a condenarlo a partir de unas sospechas en torno a ostentaciones de genio, pero la actitud de J.C. Chandor es ya reincidente: en su primer largometraje, Margin Call (2011), un tema arropado por su condición de “necesario”, como el de destapar la historia real del descalabro financiero, proporcionaba un sugerente disfraz con el que poder insuflar cada escena de una agudeza impostada, como si la inteligencia de un autor la sugiriesen los temas escogidos, y no la forma de contarlos.

Puede que viajando a aquella otra película se transparenten las verdaderas intenciones de este nuevo largometraje que, incluso haciendo gala de su economía de recursos, termina sucumbiendo al uso de la música de Alexander Ebert como impulsor de emociones y como bisagra entre distintos capítulos del relato. No podía haber banda sonora más en sintonía con la película: un trabajo que también parece preocupada únicamente de desmarcarse de toda convención en lugar de atreverse a buscar nuevos canales, como muestra un tema principal que, para alcanzar cierto calado espiritual, se concibe bajo los procedimientos propios de la música new age más adocenada.

De modo que el ejercicio es tan arriesgado como inspirador, pero nunca tan brillante como pretende. Tal vez su gusto por el riesgo se revele como auténtico oasis en medio de un presente cinematográfico donde inteligencia y popularidad parecen destinadas a una relación incompatible, pero esa aventura por el riesgo merece ser puesta en cuestión en tanto que no funciona como vehículo sino como reclamo con el que poder traficar. Al igual que ocurría en Margin Call, Cuando todo está perdido es una película impecable pero cuya solemnidad juega siempre en su contra. Como mínimo, ninguna película de supervivencia podrá ser la misma después de ésta. 

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