Crónica del XVIII Festivalito de La Palma (2023)

“¿Se ha entendido bien?”, pregunta un cineasta al público cercano a él después de la proyección de su cortometraje. Sus personajes han explicado, de viva voz durante el relato, todo lo que había que entender de la historia, pero él aún duda, inexperto, primerizo, de si el cuento habrá llegado a buen puerto. No hay mejor ejemplo que este para demostrar la necesidad de fortalecer la educación audiovisual, la escritura en imágenes, el pensamiento crítico ante el cine y la importancia de huir de los hábitos de consumo propios del presente, los de la literatura disfrazada de película, los de las cabezas parlantes que han de explicado todo desde el diálogo, los de un universo cinematográfico en donde las imágenes no tengan su propia autonomía para explicarnos las cosas.

Y qué mejor lugar, qué mejor escuela para acercarnos un poco más a esa utopía de la imagen que habla por sí sola que esta semana de creación colectiva, de experimentación conjunta y de emoción compartida en la que se ha convertido el Festivalito de La Palma, un contexto en el que todo parece ser posible. Este festival parece ser el entorno ideal para probarse a uno mismo, para descubrirse, para seguir creciendo y para seguir compartiendo ese crecimiento. Pero para que pueda seguir siéndolo, primero hay que pasar por un trámite que se ha revelado esencial: definir, de una vez por todas, los límites exactos de las categorías Lyra y Andrómeda impuestas por la organización.

Lyra debería ser un espacio seguro, una zona de confort y entendimiento en la que cualquier persona pueda atreverse a dirigir por primera vez sin la presión de sentirse juzgado. Esto puede impulsar a intérpretes a probar su primera incursión tras la cámara, anima a aquellos ajenos al cine a empuñar su móvil sin pudor, también invita a los más jóvenes de la isla a jugar con las imágenes y a los aspirantes a cineastas a confirmar si por fin están listos para dar el siguiente paso. Andrómeda quedaría, digámoslo así, para los que ya piensan en imágenes.

Para que se sostenga la estructura del festival y la logística de programación es indispensable que la cantidad de obras en ambas secciones esté equilibrada, cuestión esta imprevisible y que a veces genera tensiones y problemas. Encontrar una solución a estos formatos es el gran desafío de la próxima edición. También ha de serlo seguir cuidando el sonido de la proyección del último día, uno de los grandes estigmas del Festivalito. Que haya un cortometraje con los niveles de audio saturados y excesivos no puede ser motivo para condenar a todo el resto de piezas a una experiencia inaudible, especialmente cuando los que salen perjudicados de este conflicto son aquellos trabajos que han seguido las especificaciones técnicas sugeridas por la organización.

¿Es posible resolver esto teniendo en cuenta los tiempos inasumibles que dispone el equipo del festival para preparar la proyección después de recibir los cortometrajes de los participantes? Quizás sea un dilema que nos acompañe durante otras tantas ediciones, pero la redefinición de Lyra sí que parece un tema urgente. Y de Lyra hay que rescatar no pocos trabajos, que han filtrado este año esa interesante tensión entre la inexperiencia del cineasta novel frente a (en algunos casos) la apabullante calidad técnica de su equipo artístico. No hay ninguna otra sección de festival capaz de revelar de lo que es capaz la democratización del cine con la llegada del digital.

Hay que aplaudir las intenciones de Chocolate (Gonzalo Arias), pieza dirigida por un actor que bien puede representar ese hermoso gesto de los intérpretes a experimentar qué es eso de estar tras la cámara. Chocolate intenta poner en escena una amistad que dura todo el espacio vital de sus personajes a través de un juego infantil. La elipsis es desoladora, ese salto en el tiempo que viene a revelar que las cosas han cambiado. Falta ejecutarlo de una manera eficaz, pensar los planos, manejar mejor los tiempos. En ese sentido es ejemplar Picnic (Elmo Rodríguez), que ganaría el premio a mejor obra de esta sección. El cortometraje juega con el mismo salto temporal solo que en clave de pareja romántica. Picnic es la pieza de un cineasta maduro que lo tiene todo: el juego con los diferentes formatos de imagen (una cámara de Super-8) que se alterna con aquellos momentos imposibles de capturar por sus personajes, dos intérpretes entregados a la idea, un montaje soberbio y también una elipsis brillante. Lástima que el tema musical aún permanezca cuando la chica ya ha desaparecido: no tiene demasiado sentido que la música continúe (aún filtrada) en aquellos instantes que ya no forman una parte exacta de los recuerdos, sino que estos se desmoronan. Un detalle sin importancia que Elmo Rodríguez compensa con su última imagen, un plano fijo en el interior de la residencia que invita a pensar en el cineasta como un artista al que desear seguir sus pasos en el futuro.

Otro gesto recurrente en Lyra ha sido, de nuevo, la improvisación. El cine como acto de espontaneidad. En Sobremesa (Diego Lupiañez), una conversación entre amigos en torno a la madurez, tema central de la edición, y rodada además en un plano fijo bien puede constituir una película por sí misma, especialmente cuando la honestidad de sus cuatro componentes regala momentos especialmente genuinos. El divertimento de Oscar (José A. Domínguez) también ejemplifica la agudeza de atreverse a aprovechar las circunstancias, en las que un grupo de jóvenes participantes del festival juegan a construir un relato mientras conviven en el lugar donde se hospedan esa semana. The Front Side of the Hand (Elen Santana) y también Las cosas más amorosas (Omar Razzak) jugaban, cada uno a su manera, con la idiosincracia del viaje a la propia isla como material desde el que partir para contar algo más grande. Pero la pieza que mejor encarna la idea de lo improvisado y que tal vez sea la obra que lleva el espíritu del Festivalito de manera más profunda sea Atrapat (Marcelo Moreno), una pieza que extrañamente firma un niño pequeño y que es en realidad la respuesta, llena de ternura, imaginación y asertividad, de la propia organización del certamen a malentendidos en la producción de otros cortometrajes que nunca llegaron a filmarse. Que exista Atrapat es un regalo.

Y por supuesto la broma también fue la gran protagonista de la sección. El humor como motor de un cine primerizo. Pero, de manera sorprendente, un humor que esta vez ha huido de lugares comunes y de recursos vulgares para poder explicarse a sí mismo, lo que habla también de un salto de madurez de aquellos que se apoyan en el chiste para poder expresar sus historias.

Micción imposible (Álex Palomo), que trata con la finura del humor tradicional propio del cine mudo la clásica historia del señor que no encuentra un baño público en toda la ciudad, o la autorreflexiva Decisiones (Javier De León), cuyo actor/director intenta deconstruirse a sí mismo a través de fotografías que se contraponen las unas a las otras para generar complicidad y, mientras, tratar de entender en qué momento vital se sitúa en el presente. Y por supuesto la despreocupada Bang! (Paula Ojeda), que intenta representar la ficción que genera un juego de mesa puesta en imágenes con el sabor y la ambientación del viejo oeste. Pero puede que Festivalitófilo (Marcos Hernández) sea quien represente mejor ese intento por hablar del propio Festivalito desde el humor sin caer nunca en la burla. Festivalitófilo más bien es una carta de amor.

También conviene rescatar algunas obras que se salían de estos patrones y que, tal vez con unas semanas más disponibles para resolver bien las ambiciones de sus propuestas, podrían haber sido piezas realmente estimables: El paso (Roger Campanera) captura los instantes previos al impulso del atrevimiento: un hombre que no se decide a saltar al agua, una novia tentada con huir de la iglesia (ojo a esa imagen de presentación del personaje, uno de los grandes planos de esta edición), o una pareja a punto de besarse. La idea termina dando vueltas sobre sí misma, pero en esos primeros instantes de la pieza se esconde algo inspirador. Lo mismo ocurre con Luz roja (Andrea Cabret), que construye una atmósfera ejemplar pero no termina de decidir hacia dónde encauzar todo aquello que deja esbozado. Hilos (Daniel Marcel) que confronta la ternura de los cuentos infantiles con los que nos criamos frente a la dura realidad de los tiempos presentes en las que no hay tiempo para pensar en los otros. Un mayor brío en la composición de los planos hubiese dado lugar a una de las piezas del año. Otra pieza traviesa y llena de ternura que también se hubiera beneficiado mucho de una dedicación mayor era Corre (Jorge Rubiales), pensada con acierto pero ejecutada con prisas, que aventura la llegada de una mirada refrescante al universo gamberro del Festivalito.

En Andrómeda, Talegazo (Dailos Vega) ganaba la estrella al cortometraje más destacado. Es la pieza de alguien que supo pasar por Lyra, experimentar con su cine, encontrar su lenguaje y terminar dando un paso hacia delante que incluye la defensa innegociable de un estilo propio, la autorreflexión a partir de un cuidado sentido estético, la honestidad a través de autoboicotear la trascendencia de la propia pieza y la evocación poética a través de lo musical. Haber sido testigos del bello proceso de aprendizaje del cineasta es casi más emocionante que la pieza en sí.

Otras piezas que apostaban por lo poético, con una gramática visual hermanada por motivos obvios, eran las de Teo (Cándido Pérez de Armas) y Eclipse (Lucas Sancho), que utilizaban ambas un espíritu de fábula para alcanzar mensajes tan personales como evocadores. Cándido Pérez se lanzaba al vacío interpretando él mismo al personaje principal, que ha de lidiar con el sentimiento de sentirse tan niño e indefenso como el hijo al que tutela. Este era uno de los grandes ejercicios de ternura del año, tratando de huir de posibles imposturas, que recordaba por momentos al cine de Benh Zeitlin o Spike Jonze. Eclipse, en cambio, confiaba en la potencia de una lírica voz en off para construir un relato cercano al Lady Halcón de Richard Donner (1985) y explorar ese dolor propio de los amores imposibles en forma de cuento. Hay algo más que ternura aquí, una épica singular, cautivadora, dando lugar a algunas de las imágenes más significativas y emocionantes del festival. Jugaba alguna pequeña mala pasada el intento de rizar el rizo: cuánto daño nos ha hecho Everything Everywhere, All at Once (Dan Kwan, Daniel Scheinert, 2022) educándonos en esa filosofía de que más es mejor, de no querer renunciar a nada, de que cuantas más imágenes más capas tendrá el relato. Producto local (Daniel Ovide) también hacía referencia directa a esta película. Si allí eran piedras las que hablaban en una dimensión temporal paralela, aquí es la papa, el aguacate y el plátano. Superado el terremoto que causó La La Land (Damien Chazelle, 2016) en las propuestas del festival, toca ahora el turno de un film oscarizado hasta el extremo que no hace sino remitirnos al comienzo de esta misma crónica.

Hablando de aguacates es interesante reincidir, otro año más, en los peligros de proponer un lema que incluya un objeto, lo cual suele desembocar en el disparate colectivo. A pesar del mensaje de la frase completa planteada por el lema del festival (“Me niego a madurar, no soy un aguacate”), la literalidad impulsó a introducir en las piezas más de un diálogo destinado al fracaso. Lo mismo ocurría con un premio especial destinado a impulsar la papa canaria, lo que propició la barra libre de papas y aguacates en las piezas del año, la mayoría forzadas por la situación. Los Burnin Percebes fueron de los pocos autores en darle una vuelta a este elemento convirtiendo la creación de las “papas locas” (ese plato de origen latinoamericano muy popular en las islas) en un momento épico en la historia de la humanidad. La visionaria Papas Locas dura poco más de un minuto, pero causó una de las mayores ovaciones del festival por motivos más que comprensibles. Otro cortometraje que se atrevía a deconstruir esa base fue El alquimista (Oscar Santamaría), ganador de la estrella a mejor actor, en la que el propio autor (la autoexposición de los cineastas es otro gran tema del que hablar este año) se convierte en un charlatán callejero tratando de vender papas pintadas como si se tratasen de aguacates. “Pacates”, el último gran invento del siglo. Santamaría transforma el relato en un desafío actoral en donde la verborrea del personaje principal se transforma en metralla dialéctica, un discurso continuo al que es imposible decir que no. Zuleica Gabas (una de las grandes presencias actorales de la edición) no puede más que extender la mano y pagar lo que le piden. En su divertida creación y en la economía de recursos se encuentran los mayores encantos de El alquimista.

Pero si mencionamos economía de recursos, entonces hay que hablar de David Pantaleón. El naciente narra, en sus tres primeros planos, el trasfondo de una historia gigantesca, un relato que trasciende al corto espacio de tiempo del que proporciona el formato de cuatro minutos del Festivalito. Primero una imagen del personaje en un archivo, luego una imagen de su laboratorio y, finalmente, el plano general de las montañas hacia las que se dirige a cumplir su misión. Cuánto con tan poco. Imágenes que remiten a la perseverancia del personaje y a una soledad que ha transformado su determinación en pura obsesión. Tres planos para ponerlo en pantalla. Si la pieza se alza con el Premio del Público no es tanto por el prestigio de su autor como por la capacidad para hacer soñar con una historia que trasciende los límites anecdóticos del certamen.

Otros ejemplos que aplaudir por su economía de recursos son los de Hermana (Matías Bize), que en un único plano secuencia apegado al rostro de Elen Santana (tal vez la gran actuación individual de este año) propone una brillante elipsis temporal dentro de la imagen capaz de partir el corazón en dos. A veces solo basta con colocar la cámara y observar, y a partir de ahí decidir qué elemento es el único esencial, como la imperdible Retratos (Sirma Castellano), que radiografía dos clases sociales confrontadas de la isla. Otro de ellos sería Allegro (ma non troppo) (Zhana Yordanova), que condensa también en un solo plano una coreografía imposible de seis personajes que, en un baño público, se lanzan a usar sus propios cuerpos como instrumentos musicales con los que radiografiar el lado más primitivo del hombre en una sociedad llena de rituales sin sentido. Cómo la autora ha extraído de esos seis intérpretes accidentales una danza virtuosa, casi perfecta, es un misterio que parece imposible de replicar en otro contexto que no sea dentro de este certamen.

Con el mismo espíritu de eficacia y economía de recursos, Cuadro (Anatael Pérez), que le valió a su intérprete una mención especial, es una de las piezas más redondas e intensas de toda la edición. La obsesión por filmar como forma de defenderse del mundo es un tema recurrente dentro de la historia del cine, que no ha dejado de explorar la oscuridad de esa huida de lo real a través de la imagen. En Cuadro un adolescente intenta escaparse de la violencia de su hogar a través de la filmación constante con su pequeña cámara. No se trata solo de haber elegido un plano secuencia para resolver el relato, sino también cómo fluye la cámara dentro del propio plano, qué decisiones se toman en su interior para explicar mejor lo que está ocurriendo. En ese sentido no ha habido una planificación más ejemplar que esta, aunque se le acerque Sísifo (María Abenia), una pieza de una sensibilidad extraordinaria que compara la amenazadora presencia del nuevo volcán de la isla con el mito griego, en el que las personas se ven obligadas a cargar con los imbatibles y desoladores estragos de la naturaleza. La soberbia elección de los planos, (y también su contemplativa cadencia) llevan la pieza a un espíritu poético superior para construir una de las grandes obras del festival.

Ya están aquí (Víctor Hubara) juega con sutileza un marcado discurso anticolonial. En otro plano secuencia, el realizador juega a la confusión humorística comparando el turismo de masas que sufren las islas con una invasión alienígena en la que quizás perdamos más de lo que terminamos por ganar. Es muy interesante cómo Hubara, comediante de vocación pero que no ha dejado de probarse en otros contextos, experimentó en una edición anterior del certamen con el thriller y esta vez deja que un discurso político se filtre por completo en su narrativa. Quizás sea esta una de las esencias del Festivalito: no dejar de probarse, de desafiarse a sí mismo como narrador de historias. Otro ejemplo de eficacia y de autodesafío ha sido el bellísimo relato de Nacho Peña en su delicada Tránsitos, tal vez la obra más injustamente ignorada por el jurado de esta edición. La pieza, que se centra en los instantes inmediatos tras una ruptura (quizás una desaparición definitiva) retrata también, a través de tres simples momentos, un complejo estado de ánimo, ese en el que la melancolía hace muy cuesta arriba el intento de reconstrucción personal. La sutileza y simetría de sus composiciones, la decisión consciente de no mostrar nunca al personaje femenino y convertirlo en un fantasma (“La mujer que amé se ha convertido en fantasma / yo soy el lugar de sus apariciones”, decía Juan José Arreola), el breve juego con la cámara doméstica a modo de documento doloroso y, en fin, las interpretaciones del propio Peña y de Lorenza Machín como suegra (qué desolador momento cuando la película se centra en ella, el personaje que se queda solo para siempre) convierten la obra en algo muy especial, una que repensar como uno de los ejercicios más certeros de esta edición.

Encadenadas (Silvania C. Suárez) propone otro gran mensaje, esta vez con una gran carga feminista, a través también de una idea muy simple pero rotunda: los rostros de un sinfín de actrices que se acercaron a participar aplicándose sus cuidados faciales frente al espejo confrontadas a un hombre, en el plano final de la pieza, al que le basta con refrescarse la cara. El descuido de la composición y de la iluminación en algunos planos (¡filmar en un baño, esa terrible odisea!) ha impedido cierta simetría en las imágenes y que esta termine por ser una de las grandes obras del año. También habría que hablar de cómo una planificación sencilla a veces puede afectar, por contra, a un relato con un potencial gigantesco. ¡Cómo se habría beneficiado 1988 (Óscar Aranda) de unos primeros planos que priorizasen los rostros de sus intérpretes! La idea de cómo nos perdemos los grandes momentos de nuestra vida por la adicción a las multipantallas y al hábito de compartir vídeos absurdos con la gente cercana, aderezada con el trasfondo personal de cada uno de los componentes del grupo de amigos, hubiese dado lugar a una pieza magistral si la forma también hubiese acompañado al fondo.

Quien sigue dando pequeños pasos pero no deja de avanzar es Emilio González. Si bien Patata es la obra de alguien que sigue escudado en la comedia de enredo para poder expresarse a sí mismo, la épica absurda ha dado paso a la cotidianidad, a la confrontación y a la exploración de las complejidades de la relación de pareja. Todo eso, además, con una dirección de actores en las que se propone una de las recreaciones conjuntas más intensas de la edición. Una sola escena pero que resume bien el formato que puede salir airoso de un concurso como este: una historia directa a la yugular, una sola localización, un montaje hábil y un relato capaz de sacudir conciencias. Mención aparte merecen los títulos de crédito más interesantes del festival, en donde el propio equipo que dio vida al cortometraje hace gala de los mismos pecados que el personaje masculino protagonista.

En una clave muy parecida a Patata, la de la calma tensa que precede al conflicto irresoluble, estaba La pataleta (Airam Rodríguez), una pieza con una fotografía admirable que no teme dar protagonismo al propio espacio y dar rienda suelta a la combinación más fina posible entre tensión y comedia absurda. El cineasta demuestra que sus capacidades como narrador no tienen nada que envidiar a los participantes ya consagrados con los que colabora.

Y en otro orden de cosas, en las antípodas, en la zona de los que buscan en lo barroco un punto de expresión personal y en la acumulación de elementos una extensión de su propia energía vital, también había una cosecha que poder rescatar: ¿Tú qué eliges? (Juanjo Neris) ponía sobre la mesa un punto de no retorno alrededor de las decisiones vitales en un contexto de extrarradio, con imágenes en ralentí y una música de otra época, como si el tiempo se hubiese detenido y la realidad sobrepasase los límites de lo asumible. Hay decisiones cuya trascendencia paralizan. En muchos sentidos es la obra más poética de su autor, que se ha lanzado al uso de la voz en off, de la música omnipresente y, en fin, de un virtuosismo que poco tiene que ver con el ascetismo de sus últimos años, demostrando que sabe moverse en ambos terrenos con la misma habilidad. Iruene (Lisandro M. Rodríguez) también podría incluirse en este grupo de piezas en tanto que casi pareciera que hay una producción hollywoodiense tras ella: una labor de maquillaje abrumadora, el set de un hospital, efectos ambientales y también la celebración de la presencia de Andrea Cabret, una actriz descomunal cuya tímida participación en el certamen no se corresponde con sus enormes posibilidades. Lo interesante es que la pieza del autor no es un simple derroche de recursos técnicos, sino que todos ellos están al servicio de un hermoso cuento capaz de transformar la tragedia de la erupción volcánica en una fábula, donde nuestros ancestros alzan la voz para recordarnos que las cosas han de suceder del modo en que han sucedido.

Eco Papa Whisky (Himar Soto) pone en escena el tierno regreso a casa de un padre de familia que no sabe cómo escapar de su rutina más que fantaseando con el lenguaje propio de una patrulla policial, también como modo de proponer a su niño una divertida realidad alternativa. La fotografía, la música anacrónica y el montaje de la pieza lo convierten en una criatura especial, una rara avis dentro del certamen, como si de repente un trasnochado filme americano de finales de los ochenta hubiese irrumpido en Santa Cruz de La Palma. Lo más hermoso de Himar Soto como cineasta es que, a pesar de dominar con soltura ese registro del thriller de persecución policiaca, lo que termina pesando en la obra es la ternura que se despliega sobre el personaje infantil. ¿No es ese el gesto de los grandes cineastas, el de primar a las personas por encima de todo? En el fondo no es un gesto alejado del de Carlos De León en No tengo edad, una pieza colmada de música en donde el alma del ser amado traspasa las fronteras de su propio cuerpo físico para demostrar que el amor nunca termina, sino que acaba transformándose.

Es interesante, también, comprobar las dos miradas contrapuestas del turista que nos ofreció el festival en esta ocasión a través de los participantes que venían invitados desde fuera de las islas: Momentos (Ulyana Osovska) confrontaba las imágenes tomadas con el móvil de la propia cineasta, donde las imágenes de los hermosos paisajes de La Palma chocaban de frente con el drama de la guerra de Ucrania vivido en primera persona. Es fascinante cómo se cruzan las grabaciones personales con el bombardeo informativo al que nos someten los periódicos digitales y las stories de Instagram al respecto. La pieza revelaba el caos interior de la autora en proceso aún de digerir sus vivencias recientes. La Palma (BRBR), por el contrario, huía conscientemente del ensimismamiento para poner en escena las tensiones que se generan entre el mito del paraíso turístico canario y la realidad de un clima cambiante que ofreció, durante dos días, su peor cara. Los tres autores convirtieron esa tensión en el material de una película frustrada, de la constante búsqueda de un filme idílico que nunca llega. En cierto modo es una pieza virtuosa por su capacidad para hablar del cine como herramienta imprevisible y del lugar desconocido como elemento perturbador, pero los cineastas mantienen siempre una posición neutra, a la expectativa, sin superponerse al tema, se ríen de sí mismos pero no de las contradicciones del lugar que visitan y que no terminan de entender. Su disposición para exponer una pieza kamikaze es casi un gesto heroico, igual que filmar una obra audiovisual en una semana, como el ejercicio de aprender a través de la cámara. Igual que el niño de Cuadro, que se refugia tras la cámara, el cine nos sigue acompañando a pesar de nuestro miedo a la incertidumbre, a pesar de nuestra inmadurez. Ojalá nos siga acompañando por mucho tiempo.

 

– Jonay Armas –