70º Festival de San Sebastián (2022)

The Wonder (Sebastián Lelio) – Sección Oficial

Sebastián Lelio comienza su nueva película recordando que solo es una película. La cámara muestra los interiores de un estudio cinematográfico, muestra aquello que nunca se muestra antes de que, en el mismo plano, termine por encuadrar el decorado y adentrarse en una ficción en la Irlanda del siglo XIX. En ella, una enfermera asiste al extraño caso de una niña que va a cumplir cuatro meses sin haber probado bocado. El objetivo no es comprobar si se trata de una santa o de una farsa, ella está obligada a vigilar, pero su opinión queda censurada en un mundo dominado por los hombres.

Empezar la película mostrando los estudios empuja a verlo todo desde el descreimiento, a poner en tela de juicio los mecanismos del propio filme además del relato religioso de los habitantes del pueblo. En ese gesto hay algo de honestidad por parte del realizador, reconociendo la impostura de los elementos que maneja. Los excesos de la puesta en escena de Lelio son más autoconscientes que nunca: sus constantes movimientos de cámara, los encuadres insistentes dedicados a Florence Pugh, cuyo trabajo bien merecería un artículo aparte, la insistencia de las respiraciones, una banda sonora constante y sin medida y una intensidad emocional en crescendo continuo. Todo parece recalcado esta vez por el deseo de ponerse al servicio de una reconstrucción, lo más dramática posible, de la novela de Emma Donoghue.

Lo más interesante de The Wonder, más allá de una interpretación principal que da sentido por sí misma a la película, es ese enfrentamiento entre ciencia y religión, entre lo racional y lo espiritual, el choque irreconciliable entre una científica y las costumbres y creencias de un pueblo que conoce bien las épocas de hambruna y que busca, en los mitos y en las tradiciones, una explicación al infortunio. La enfermera terminará por entender que la ciencia fracasa frente a la fuerza de un relato común como motor de una comunidad. Es la creación de otro relato igual de poderoso, y no los hechos, lo que va a abrir una nueva puerta, una posibilidad de sortear que el fanatismo se cobre una vida inocente. Se trata de un atrevimiento que proyecta la película de manera desesperada sobre nuestro más inmediato presente, inundado por las fake news, por el miedo a lo desconocido y por el descreimiento de la razón. Por el camino, Lelio olvida quizás que el cine es también una religión, y que hacer películas tal vez sea el mayor acto de fe. Se equivoca el cineasta al cerrar su película insistiendo de nuevo en que todo forma parte de un decorado, como si después de haber sembrado las dudas de los mecanismos que dan vida a la ficción regresara, una vez más, para terminar imponiendo qué es lo que hay que pensar sobre el relato, del mismo modo que la autoridad masculina del pueblo trataba de acallar los pensamientos de la enfermera.

A Human Position (Anders Emblem) – Zabaltegi

A Human Position es un auténtico ejercicio de puesta en escena. En ella Anders Emblem ofrece la vida cotidiana y la intimidad de dos chicas en una Noruega que parece desconectada de sus habitantes. Los planos huyen de la simetría, como si algo no fuese bien, pero al mismo tiempo están profundamente construidos, preocupados por una perfección estética que parece esconder algo en su fondo. Las niñas apenas hablan, la cámara registra sus tiempos muertos, sus momentos de descanso, su deambular por la ciudad volviendo a casa, la vida de una juventud que ha convertido su valioso tiempo en una espera interminable. Filmar un estado de ánimo. Una de las chicas debe investigar la deportación forzada de un refugiado para un artículo de su trabajo y entonces la película se transforma, de manera inesperada, en un improbable relato detectivesco, como si el film intentase vaciarse de los elementos de todo género que intenta absorber el relato y llevarlo a su terreno. En esa férrea convicción por huir de todo convencionalismo hay algo magnético y hermoso, tanto como en la hipnótica insistencia por la repetición con variaciones, por repetir espacio y encuadre pero trabajando con mínimos detalles que son diferentes en cada nueva aproximación. En su contención y admirable tesón por mostrarse vulnerables, el trabajo de las dos actrices es a la vez tan discreto como conmovedor. Una película de personajes sin serlo, una película de detectives que nos niega su propia trama, un relato de Noruega que no impone su discurso. En su aparente sencillez y su deliberada construcción aletargada, A Human Position ofrece profundas recompensas. Si bien su pausada forma de acercarse al mundo de las jóvenes puede constituir un verdadero desafío de contemplación, el valioso ejercicio de Emblem ha quedado traducido en una película a la que volver.

A Hundred Flowers (Genki Kawamura) – Sección Oficial

Desde la primera secuencia, Genki Kawamura demuestra que su relación con el cine es mucho más larga de lo que advierte este primer título como director. Su inusual control del tempo, la gramática con la que enfrenta cada secuencia, la carga simbólica de cada imagen… Es difícil no sorprenderse ante el dominio del medio en su opera prima, como atestiguan los largos planos con los que da inicio esta película consagrada a la relación entre madre e hijo y atravesada por la enfermedad del alzhéimer. La desaparición de la memoria, por tanto, es el eje central de un relato que juega continuamente con la fragilidad de los recuerdos de los protagonistas.

Para poner en escena el deterioro mental provocado por el alzhéimer en primera persona, Kawamura recurre a elaboradas planificaciones que persiguen a la protagonista y que generan un bucle temporal donde presente y pasado se confunden. La solución parte, en esencia, de los mismos hallazgos que construían el film El padre (Florian Zeller, 2020), donde el alzhéimer también quedaba representado a través de la fórmula de la repetición y del juego con una temporalidad que se tambalea en el interior de la misma secuencia.

Pero lo problemático en A Hundred Flowers no es tanto que la virtud principal de su puesta en escena ya haya sido explorada con anterioridad como que Kawamura, de manera insistente, apele a un sentimentalismo que a veces tiene más que ver con un golpe de efecto que con una sensibilidad comunicante: la decisión de sembrar el relato de pequeñas pistas (el origen de las flores diarias, el significado de los fuegos artificiales ‘a la mitad’) para detonarlas más tarde quizás esté más próxima al truco de magia de salón que a una auténtica necesidad narrativa. O los peligros de que, después de haber asistido a una sugerente escritura visual tras la cámara, sean los personajes los que se detengan a enunciar sus sentimientos en voz alta y a explicarnos lo que hemos visto. O llevar hasta el extremo las situaciones que se construyen para dramatizar, como si fuese necesario, la tragedia que viven los personajes.

Tal vez el uso insistente y equívoco de la música pueda representar del todo el espíritu con el que se han acometido también otras disciplinas: si bien la presencia del Träumerei de las Kinderszenen de Schumann o El clave bien temperado de Bach remite al cliché de la música clásica en su expresión más perezosa, pueden justificarse por la condición de profesora de piano de la protagonista. El problema no es tanto el protagonismo de estas piezas populares como la confusa estrategia que pretende seguir la banda sonora: transformarse progresivamente en otra melodía, en una composición original que, lejos de aportar un peso narrativo, acaba edulcorando las secuencias de manera sistemática. ¿No estábamos hablando de un vaciado de la memoria, de la desaparición del habla, también del sonido? En lugar de desvanecerse progresivamente la música crece, la pieza clásica se transforma en un dulce con una armonía desligada del material del que partía, como si el film necesitara encontrar herramientas con las que conmover a toda costa sin importar su lógica interna. En ese sentido, el profundo control de Genki Kawamura sobre las herramientas que construyen el cine no ha impedido que el realizador huya de plantearse la naturaleza discutible de muchas de sus decisiones.

Pornomelancolía (Manuel Abramovich) – Sección Oficial

El cineasta Manuel Abramovich plantea, con Pornomelancolía, un relato construido en torno al cuerpo de su actor principal, Lalo Santos, pero en realidad no se trata de una película consagrada a filmar los cuerpos. En su primera secuencia el intérprete aparece llorando en mitad de la calle, derrumbado y rodeado de la indiferencia del resto, pero la película tampoco busca explorar los motivos que conforman la infelicidad del personaje. Por su insistencia con colocar en la pantalla las capturas del dispositivo móvil del protagonista y por el trasfondo político de la película pornográfica que se anima a filmar se diría que, por encima de todo, Pornomelancolía busca denunciar la banalidad a la que ha empujado una tecnificación que lo ha vaciado todo de significado. La figura de Emiliano Zapata queda reducida al icono con el que concebir una película para adultos y la cuenta de Twitter del protagonista no deja de festejar la aparente felicidad de una vida plena que es de todo menos real. Pero por desgracia el film no termina por ahondar en ninguna de esas cuestiones que parece apuntar, quedándose a medio camino de explorar todas ellas: la obsesión por el teléfono móvil se reduce a una interesante secuencia en la que el personaje contesta una gran hilera de mensajes con el mismo emoticono, el apunte de Zapata queda convertido en anécdota y ni siquiera el propio acercamiento al mundo de la pornografía tiene un peso discursivo, la cámara empieza por filmar a otras cámaras, como si decidiera no mostrar el acto sexual, luego se dirige a los actores que presencian la escena, tratando de confrontar sus miradas con el gesto pornográfico, pero finalmente se lanza a mostrar los cuerpos sin filmar nunca la penetración, lo que finalmente sitúa todas las decisiones formales en torno a esta cuestión en tierra de nadie.

Quizás en esa ausencia de imágenes significativas (el fusilamiento final de Zapata, en plano general fijo, podría ser la única decisión reseñable) y el no ir más allá de lo que apunta es lo que sitúa la película en un terreno en el que todo queda apuntado pero también esquivo, falto de garra. En cierto modo, Pornomelancolía es una hermosa extensión de su personaje: nunca llega a encontrarse a sí misma. Lo que parecía una interesante oportunidad de ahondar en el culto al cuerpo, en la deshumanización de las comunicaciones, en el imperio de las redes como equívoca fuente de emociones personales, ha terminado en no abandonar su condición de gesto primigenio, de esbozo a un simple paso de encontrar su auténtica razón de ser.

Secaderos (Rocío Mesa) – Nuevos Directores

Secaderos podría emparentarse con esa visión reformulada de lo cotidiano propia del cine de Chema García Ibarra y, al mismo tiempo, con el universo fantástico de Guillermo Del Toro. Mientras se suceden frente a la cámara las costumbres y tradiciones de un pueblo, una criatura irreal merodea por los alrededores del último secadero de la zona aún en pie. Naturalmente, solo los ojos de una niña son capaces de advertir al monstruo, y un tenue sonido insiste en su aura mágica y en su conexión con la naturaleza de la que emerge.

Se plantea así un relato que confronta tradición y modernidad al tiempo que lo hace también con paraíso e infierno: mientras para una niña pequeña abandonar la ciudad y aterrizar en el pueblo se convierte en toda una bendición, para una adolescente del pueblo la zona se ha convertido en una auténtica jaula, metáfora que acaba representada en una escena de manera literal y que es uno de esos detalles por donde quizás pueda rastrearse la condición novel de su autora, cuya energía y espontaneidad entregadas al proyecto invitan a seguir su pista.

Podría plantearse si la presencia del monstruo ha supuesto realmente la diferencia para separar ambos mundos: un violento zoom de acercamiento tiene lugar cada vez que aparece la criatura, como si la propia cámara quisiera aportar esa parte de realidad que su presencia fantástica nos niega, pero esa gramática no encuentra su rima cuando la cámara busca el preciosismo en lo cotidiano, lo que lejos de integrarse en el conjunto acaba provocando un cierto extrañamiento, una separación irreconciliable entre ambas películas.

Hay quizás más magia en el gesto de los niños jugando con las sombras frente a un árbol que en la puesta en escena del espíritu del bosque, pero tal vez el relato de Rocío Mesa entonces no podría tener sentido: la realidad es que quizás como autora esté más cercana al cine de Elena López Riera y Hayao Miyazaki, porque mientras las referencias que abrían este texto se sirven del mundo para construir su historia particular, estas otras intentan reflejar el interior, poner en escena un simple sentimiento que no es posible verbalizar, la melancolía del primer adiós y los peligros que nos acercan al último. Secaderos es al tiempo una carta de amor a todos los detalles identitarios que conforman nuestro origen y también una llamada de atención de la existencia de un más allá, la llamada a cuidar aquello que aún somos incapaces de ver. En la emoción de esa intuición no dicha sí que toma sentido el dispositivo ingenuo y hermoso construido por Mesa. Y además de una carta de amor, la película es también la promesa esperanzadora de que es posible hablar de nuestras tradiciones y contradicciones desde otro lugar, desde otras formas y otras perspectivas, pero con el mismo amor de siempre.

Il Boemo (Petr Václav) – Sección Oficial

Il Boemo parece buscar, más que un simple biopic en torno a la figura del compositor checoslovaco Josef Mysliveček, una inmersión en el siglo XVIII a la manera de un programa de realidad virtual, como si el objetivo no fuese tanto reivindicar la figura del músico, en una Viena que experimentaba una evolución musical vertiginosa y que se vio obligada a olvidarle pronto, sino que el film cobre sentido a través del simple gesto de dar vida en la pantalla a toda una época.

De alguna manera, e igual que ocurre con Modelo 77 (Alberto Rodríguez), también presente en el certamen, la película es fagocitada por su generoso despliegue de atrezo y vestuario, solo que mientras para aquella la cuestión de la ambientación parecía requisito indispensable con la que justificar la credibilidad de la puesta en escena, en el caso de Il Boemo esa representación es su razón de ser: reconstruir el pasado es su fin último y no un pretexto, de ahí que a Petr Vaclav no le interesen tanto los acontecimientos históricos de la época o del propio compositor, sino el fluir de una vida cotidiana propia de otro tiempo.

Las escenas se dilatan, el argumento da un paso atrás, no existe diferencia alguna entre lo accesorio y lo significativo, la música se interpreta de principio a fin en un ejercicio de profundo respeto por lo representado, a la manera del fundacional trabajo de puesta en escena de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en Crónica de Anna Magdalena Bach (1968). ¡Ojalá estas imágenes tuviesen la profundidad y el espesor de aquellas! Aquí no hay planos fijos que intenten viajar en el tiempo a través de la propia música, y no de un desfile interminable de elementos tangibles.

La cámara parece colocarse en lugares arbitrarios que permitan una gramática funcional en torno a los logros del músico, mientras la ingenuidad se va apoderando de la dimensión literaria del relato: la inefable mención a Haydn, el indispensable encuentro con Mozart, aún un niño que admira la música del otro, el listado de amantes del artista, un flashforward inicial que tiene más relación con un malentendido sentido del espectáculo que con una auténtica utilidad narrativa o, en fin, una insistencia por acercarse a los rostros de las intérpretes mientras representan el canto que puede irritar a más de un aficionado a este tipo de música.

En ese sentido, y a pesar de que Il Boemo acaba intentando conciliar los acontecimientos con el fluir de la propia época, la película es más sugerente cuanto más se aleja de esa agenda argumental y se abandona al aroma de la época, cuanto más abandona su vocación de trabajo antropológico y se detiene en esa exploración de un mundo que ya no existe. En esa libertad que la película respira por momentos, donde el tempo no importa ni tampoco la relevancia de las figuras que atraviesan el plano, hay algo valioso.

Thunder (Carmen Jaquier) – Nuevos Directores

A través de una hermosa dirección de fotografía, en donde cualquier pequeño gesto pueda ser motivo de asombro, Carmen Jaquier ha querido presentar el despertar de su protagonista adolescente a la vida adulta. No es un entorno cualquiera: un pueblo suizo en los albores del siglo XX, dominado por las doctrinas de un sentimiento religioso más preocupado por el castigo que por darle sentido a las cosas. Jaquier despliega este entorno asfixiante para poder explorar temáticas como el pecado, la identidad sexual y los ritos de iniciación, al tiempo que descubre cómo el papel de la mujer en estos contextos extremos está tan en peligro como en el presente. Y esa es la gran belleza del relato. A pesar de encontrarse en un entorno rural más de un siglo atrás, la película siempre intenta hablar en presente, lo que transforma su espíritu onírico en una metáfora perversa de una sociedad contemporánea especialista en enmascarar las infamias con las que convive.

Jaquier propone estas ideas a través del preciosismo de las imágenes y de motivos visuales que intentan rimar con la idea de un despertar a la vida. La insistencia por esta fórmula sitúa la película en un terreno indeterminado, se estanca por momentos en su ensimismamiento, la banda sonora rellena los huecos que dejan escenas que se pierden a sí mismas a la deriva, se abandonan a un terreno poético que en ocasiones puede caer en un peligroso vacío. Emparentada por no pocos motivos con As In Heaven (Tea Lindeburg, 2021), presente también en el pasado Festival, Thunder pertenece a un cine consagrado a una belleza visual que, en muchos momentos, puede volverse tan fascinante como incomunicante.

Dos estaciones (Juan Pablo González) – Horizontes latinos

A pesar de que todo gira en torno a una hacienda a punto de desaparecer por los problemas económicos y medioambientales del presente, Dos estaciones no habla de economía, ni de la crisis de la agricultura o del calentamiento global, sino de las personas. El documentalista Juan Pablo González se ha lanzado a contar el relato de la heredera de una fábrica, María, a punto de ser engullida por el poder de las grandes corporaciones, una Teresa Sánchez cuya imponente creación del personaje da sentido a la película y en cuyas miradas puede escribirse su historia.

La vocación narrativa del proyecto no ha impedido que la mirada del autor, cercana a la visión del documental, se filtre con hermosos resultados en la manera de contar las cosas. Basta con descubrir la temprana escena del cumpleaños: el diálogo entre las dos intérpretes es interrumpido por el bullicio de los niños en fuera de campo, entusiasmados con sus juegos. La ficción casi tiene que pedir permiso para continuar, y cuando lo hace también se detiene a descubrir qué causa esos acontecimientos argumentales en las personas que lo viven. La película se convierte en un hermoso desfile de travellings que persiguen a María a través de la fábrica, en imágenes que la confrontan al desafío de mantenerla a flote, de salvar lo que aún queda en pie del negocio familiar. Casi no hay tiempo para las personas y la película denuncia esa incompatibilidad contemporánea de lo humano en el entorno laboral, ese sistema económico salvaje que lo ha devorado todo.

Y en esas tensiones, formales y humanas, visuales y políticas, se juega un hermoso ejercicio de estilo que ha fraguado la identidad inusual e inesperada de una película sugerente. La belleza de sus hallazgos no termina en la manera de filmar, sino que atraviesa también su estructura: la sombra de la tradición aparece a través del gesto de filmar los campos, mientras que un solo plano conecta a dos personajes en apariencia distantes a la manera del cine más contemporáneo. Como en la vida, en el cine de Juan Pablo González también hay cabida para el choque continuo entre ambos mundos, uno en desaparición, el otro también en crisis. María toca la bocina de su coche sin descanso, pero nada cambia allá fuera, ninguno de esos mundos la escucha. Ambos discurren en silencio mientras todos miran hacia otra parte.

Broker (Hirokazu Koreeda) – Perlas

Posiblemente no haya ejemplos más reveladores sobre cómo el ejercicio de filmar puede contagiarse de aquello que cuenta: Broker es una historia escrita desde un tierno caos y podría decirse que la manera de filmarla también lo es. En ella dos adultos, simpático arquetipo de los perdedores, buscan hacer negocio con un bebé abandonado. En el trayecto se unirá también la madre, arrepentida, y un niño callejero que termina por conformar la inusual familia de una road movie imposible. La trama avanza desde un desorden arbitrario, casi se diría que prueba a manejarse en un género cinematográfico diferente con cada nueva escena, hasta que por fin el camino empieza a generar sus transformaciones en los personajes y lo emocional se apodera de la función. En ese desorden contenido hay también fogonazos de brillantez, momentos inesperados en los que Koreeda busca probarse a sí mismo y encontrar nuevas fórmulas para poder construir, en el fondo, la misma película de siempre. Aparecen pequeños hallazgos visuales mientras los protagonistas confiesan sus emociones más profundas y esos momentos justifican la búsqueda, el continuo vaivén de temas y de estilos. Quizás sea, de sus obras recientes, la que más obsesiones del autor termina por desplegar al mismo tiempo, despreocupada en la forma pero comprometida a no abandonar jamás a sus criaturas. Ese frágil equilibrio acaba revelando una cierta frescura.

Mi país imaginario (Patricio Guzmán) – Horizontes Latinos

Mi país imaginario recorre el trayecto, incierto y caótico pero con la mirada puesta en un horizonte más justo, de las revueltas que han conducido a Chile a la reconstrucción de su futuro social y político. No es un documental al uso: los hechos están atravesados por la luminosa sensibilidad de Patricio Guzmán, un cineasta que ya ha mostrado su compromiso con las injusticias acontecidas en su país natal, pero lo sorprendente es descubrir desde qué profunda ternura contempla los acontecimientos más turbulentos de la actualidad chilena. La película no solo es testigo de las manifestaciones en torno al cambio, sino también del proceso posterior de la asamblea constituyente, quizás el tramo más fascinante del largometraje en tanto que refleja la confección de un nuevo país, con todos sus símbolos y esperanzas reflejados en cada pequeño paso. No es solamente un documento imprescindible por tratar sobre una de las revoluciones más importantes del presente, sino en especial por ser un bello reflejo de cómo acercarse desde el amor a un objeto del que no puede haber distancia posible entre lo filmado y el que filma.

El suplente (Diego Lerman) – Sección Oficial

“Nadie se salva solo”, se empeña en decir el protagonista y también los muros del comedor fundado por su padre. El suplente no es una película más centrada en el profesor de un centro conflictivo y sus alumnos, sino, sobre todo, un homenaje a la constancia, una carta de amor a una actitud ante las cosas. La vida de Lucio parece desmoronarse en todos sus aspectos: un instituto lleno de dificultades, un matrimonio que ha terminado, un padre enfermo, una hija rebelde y una carrera como escritor que se estancó casi al principio del camino. Pero el personaje sigue adelante, intenta estar presente en todos los conflictos que suceden a su alrededor, se olvida de sí mismo, cree que si salva a los demás todo habrá merecido la pena.

Diego Lerman representa este sacrificio personal filmando a su antihéroe a través de espejos que devuelven una imagen deformada del personaje, a través de los resquicios de las puertas o de pequeños huecos entre los muros. A veces se acerca a su rostro para recordar que sigue ahí, que el mundo no lo ha devorado del todo. Los planos se vuelven más largos conforme avanza el relato como forma de acompañar la constancia del protagonista, su tesón incansable aún cuando todo invite a darse por vencido. La película finaliza con un plano secuencia en mitad de una persecución más propia de una película de acción que de un relato como este. Pero en esa comunión entre la duración de las imágenes y la determinación de Lucio hay algo hermoso.

Runner (Marian Mathias) – Sección Oficial

Runner es una historia sin retorno. Comienza con el último día de un padre en un pueblo de la América profunda, y a partir de su desaparición será su hija, Haas, quien atraviese el espacio durante el duelo como metáfora de un mundo que se le viene encima. La relación con un joven del pueblo la ayudará a encauzar la pérdida en un nuevo presente.

Es un escenario teñido de un dolor profundo, pero en la película no hay lugar para sentimentalismos. Tampoco para el dibujo arquetípico de los adolescentes. La sobriedad de las formas, el poder de sus silencios, la cuidada elección de los planos y su emoción contenida remiten al cine de Pawel Pawlikowski. En las rimas que el montaje del film se atreve a hacer con algunas de sus imágenes se encuentran los hallazgos visuales más hermosos de esta primera jornada del Festival. Pero la película no teme lanzarse a la deriva, abandonar toda posibilidad de avance, sacrificar los rincones convencionales de la narración para detenerse a contemplar a unos personajes que parecen sometidos al abandono de un paisaje tan hermoso como hostil. Huye de convertirse en un drama convencional, pero también de sí misma. Pareciera que el ejercicio consistiera en vaciarse de todo lo que podría contenerla. Lo que empieza desplegando los ingredientes tradicionales de un drama rural termina siendo la atrevida puesta en escena, sin concesiones, de El mundo de Cristina, la fundamental pintura de Andrew Wyeth que ya inspiró a otros cineastas en el pasado y que aquí se revela no ya como inspiración estética, sino como razón última: llevar al cine las emociones contenidas en una sola imagen.

 

Crónicas publicadas originalmente durante la semana del Festival en caimanediciones.es.