“Veníamos sin nada, y nos volvemos con un cortometraje bajo el brazo”, decía David Pantaleón al recibir el premio que otorgaba la distribuidora Digital 104 durante el festival, para subrayar que en este certamen de la Palma el mayor valor no estaba en los galardones sino en el afecto recibido, en el poder de la convivencia y al aprendizaje colectivo, en la familiaridad que se generaba entre los participantes y en el encanto que desprendía la propia ciudad. Y así es, quien venía con una vaga idea tras escuchar el lema del festival (“Para que a las preguntas estrelladas del cielo responda nuestro sueño”) terminaba con una pieza realizada en menos de una semana. Incluso quien no se había lanzado nunca a la dirección terminaba contagiado por esta fiebre de creación colectiva contrarreloj y acababa por saltar también al vacío y sorprenderse con el resultado. Una sensación de familiaridad que no se encuentra en ningún otro festival de estas características ayudaba a generar un clima de colaboración en el que no existían jerarquías: ningún corto era más importante que otro, nadie estaba por encima del resto, lo que habla de la generosidad de los participantes tanto como del buen espíritu de la propia organización, que se desvivió por encontrar el ansiado equilibrio en una semana llena de actividades y de cuidados a los más de 280 concursantes que viajaron a la isla.
En ese sentido, el festival continúa puliendo sus formas con el modelo que iniciara en 2015, tras el parón de cinco años que trajo consigo la crisis financiera del país. Uno de los grandes aciertos de esta decimotercera edición es la decisión de separar las piezas presentadas (de las que se rumoreaba durante la semana que llegarían al centenar) en tres secciones con las que poder plantear unas sesiones de proyección más coherentes, alejándose de la tradición de las maratones inhumanas a las que obligaba la cantidad de cortometrajes realizados. De ese modo, los cortos firmados por los estudiantes (cine con TIC) o los cortometrajes primerizos de compañeros que se lanzaban a la dirección (Lyra) tenían su propio lugar y su momento de protagonismo. Una sección esta última que puede generar ciertas suspicacias y en la que conviene definir bien los límites de cara al futuro, pero que no deja de ser un premio en sí mismo, un reconocimiento para quienes nunca se han atrevido a dirigir y toman la decisión de hacerlo en la Palma. La sección Andrómeda recogía al resto de participantes, veteranos que acudían con sus piezas a dar lo mejor de sí mismos o, al menos, lo mejor que uno puede hacerlo en un formato express que no sienta bien a todo el mundo por igual: los procesos creativos son particulares para cada cineasta y quizá algunos necesitan más de una semana para conseguir sus objetivos, pero lo interesante era participar del juego y ajustarse a las normas que proponía el Festivalito.
Cuatro minutos, obligación de mostrar algún exterior de la isla, inspiración en el lema propuesto, cortinillas de entrada y salida y una semana para entregar el resultado final. Estas eran las directrices del Festival, a las que se sumó este año la sugerencia de ajustarse a las temáticas que proponían dos organismos externos: un premio para que quien introdujese en su argumento la importancia de donar sangre y otro premio especial a quien mostrase algún plano del cielo estrellado en su obra. Se trata de condicionantes que confundieron a muchos realizadores en lugar de ensanchar las miras: algunos cortos terminaban por introducir estas ideas con calzador en sus relatos o bien dejaban de lado el propio lema del festival. No se trata de una idea censurable, la de premiar determinados gestos concretos, pero quizás no convenga sugerirlos de entrada como una condición más del concurso sino como un premio posterior con la misma mecánica que una mención especial: que la organización premie en la gala de clausura a un corto determinado por ciertos valores que se ponen en juego, y no imponer la temática de las obras a concurso. Estos premios impulsaron a una de las piezas más estimadas del concurso, La cima del tiempo, emotivo homenaje a los pioneros que comenzaron el trabajo astronómico en el Roque de los Muchachos situado en la isla, que comienza como una historia de amor entre mochileros y aficionados a la astronomía y termina mostrando la imponente belleza del gran telescopio que forma parte del paisaje del presente. Y eso es precisamente una de las grandes cosas que cuentan: lo que termina naciendo del festival, las obras que inspiran y que conviene rescatar al tratarse de uno de los grandes cultivos de la producción cinematográfica en Canarias, aquí agrupadas en la sección Andrómeda.
El cortometraje ganador del certamen fue Beauty Papada, de la actriz Sofía M. Privitera, que vino a convertir en catarsis cinematográfica la experiencia personal de alejarse de las redes sociales. El jurado convino en que la pieza, hecha desde el desenfado y concebida como broma interna, hablaba mejor que ninguna otra de los tiempos absurdos que nos ha tocado vivir, dominados por los dispositivos electrónicos, las modas virales y las identidades virtuales. El cortometraje narra, a modo de documental, cómo la propia autora genera una moda en las redes sociales que se extiende al resto del mundo y de la que acaba queriendo escapar de algún modo. En ese momento, un sencillo plano de Sofía en la playa, señalando al cielo, se convierte en uno de los grandes gestos del Festivalito: el personaje, y también la cineasta, invitaba a olvidar la moda que había creado (o también, a dejar de mirar hacia el teléfono) y alzar el cuello para contemplar el cielo (o también, el mundo).
Resulta curioso comprobar que ciertas tendencias continúan presentes en el Festivalito, una cierta forma de relacionarse con el cine que parte de una búsqueda de lo espiritual que no se encuentra en la vida cotidiana: la trascendencia, la contemplación, la voz en off que recita una reflexión poética, eran elementos comunes en las propuestas entregadas. De ahí que el bosque, los montes de la Palma, se filmasen a modo de no-lugar, de espacio poético, de representación del mundo interior. El agujero, de Keybis Keba Danso, era uno de los exponentes de esta tendencia que no caía en el ensimismamiento, sino que estaba concebido desde el deseo de lanzar un mensaje, el de atreverse a salir al exterior, con el propio cuerpo como metáfora. También el hermoso Harta del silencio, de Agustín Domínguez, una de las piezas con mejor factura técnica y gran fotografía, exploraba ideas similares desde las estructuras del cuento infantil, pero con una estética particular centrada en la belleza del paisaje y de su actriz principal. Y esta quizás sea otra de las notas destacables de esta edición: un nivel técnico de asombro en el grueso de los cortometrajes a concurso. De algún modo el salto tecnológico está asumido (incluso en un certamen express como este) y ahora toca dominarla, centrarse en la manera más inspiradora de dar forma a los relatos.
La otra tendencia dominadora de estos cortos express era la del gag que Joaquín Reyes introdujera en España hace más de una década: el estilo de entrevista a un personaje peculiar que, mediante insertos durante la propia entrevista, introducen pequeñas bromas que dan sentido a la pieza. De ese modo, El asesino de la Palma (Anatael Pérez), Aguacate (del grupo Diffferent) o la entrañable pieza Ángel (de Andrea Zoghbi), proponían distintas historias convocando su particular hora chanante. Es interesante que este modelo acabe revelando otros tópicos, como hace Vasni Ramos en El regreso de José Miguel, cuando coloca el rótulo de “Un documental de Netflix” al comienzo de la pieza, dejando entrever los signos de agotamiento de la fórmula: que todo pueda y deba tener un documental en aquella plataforma es una forma de hacer que el género pierda de alguna manera su valor. Otro gag terminó convertido en Premio del público: el de Piña, de Aarón Gómez, en el que unos amigos que contemplan el cielo acaban descubriendo el peligro de que los deseos se cumplan. El humorista, autor por primera vez de un corto propio, recurre al célebre y entrañable recurso de Méliès en el que las cosas aparecen en el plano por arte de magia para generar situaciones inverosímiles y dejar al descubierto la perversión de los deseos humanos. En un tono parecido, pero tratando de que el lema del Festivalito confrontase el orgullo local, estaba Equipo de infiltración (Elisa Cano), que imitaba a un progama de televisión que investigaba lo que ocurría entre los ciudadanos cuando Tenerife y Gran Canaria intercambiaban su posición geográfica, entre otros fenómenos inexplicables.
Lo inexplicable también se trataba desde una cierta ironía, y desde la madurez que propone una visión profunda de las cosas, en un corto de espíritu cotidiano como Subaru (Óscar Santamaría), que habla de algún modo sobre aquellas extrañas coincidencias y conexiones del universo que los personajes no pueden ver pero que los espectadores sí. Una idea compleja, quizá la más sofisticada presentada en el certamen, retratada a partir de la cotidianidad de una pareja que escucha la radio a punto de quedar dormidos y de la habilidad del realizador a la hora de manejar numerosas capas de sonido. En cierta manera podría compararse esta pieza con el hermoso ensayo de Adrián León Arocha, El intruso, que narra en un solo plano secuencia la intromisión de un ladrón en un piso compartido. El hermoso travelling, quizás el gran gesto formal de esta edición, era capaz también de lanzar muchas ideas sin la necesidad de la palabra en este sugerente plano que supone el regreso del joven y prometedor cineasta al universo de la ficción (otro mérito que agradecerle al Festivalito). Otro de los grandes planos firmados en este concurso sea el que firmase Mi Hoa Lee con su primer corto de ficción, al ofrecer un largo travelling por la avenida de Santa Cruz de la Palma con su protagonista, Hermi Orihuela, sosteniendo a la propia hija de la cineasta, tras una dura jornada de trabajo. El largo plano venía a sugerir mucha más desprotección que la mitad precedente del cortometraje, filmado desde presupuestos más convencionales. Se trataba de una imagen que hablaba por sí misma.
Aunque quizás el rey en esto de sugerir ideas sin necesidad de verbalizarlas en el marco del festival de la Palma sea Juanjo Neris, natural de la isla y autor de una filmografía llena de coherencia que cada año ofrece un nuevo salto en la depuración de su manera de ver y contar las cosas. Esta vez, con Aqeualitatem, trataba de intercambiar el rol del macho a una intérprete femenina y ver qué ocurría con esos comportamientos que aceptamos en el hombre adulto pero jamás en una mujer y trazar desde ahí un debate de lo social que tiene mucho que ver con sus anteriores trabajos. El encuentro con la actriz Lili Quintana abre una puerta a un hermoso entendimiento profundo entre el cineasta y la concreción en la pantalla de sus intenciones más profundas. Una pequeña idea como la de Penalti (propuesta por el grupo Diffferent) también terminaba por sugerir potentes y divertidas ideas a través de un simple lanzamiento de penalti a cámara lenta, una construcción de la tensión casi propia de Hitchcock. Y entre esas grandes formas de lanzar ideas sin la necesidad de palabras, estaba uno de los cortometrajes más poéticos del certamen, El sueño beato de David Pantaleón, un cortometraje que busca, como de costumbre, una mirada despierta ante la realidad cotidiana, una fiesta de las costumbres y del contacto con la belleza del mundo, pero vista desde una postura extrañada, alucinada, que pueda colocar en el punto de mira el sentimiento religioso para observarlo desde la fascinación y el cuestionamiento a la misma vez. La fotografía ensoñadora y la composición sencilla de las formas convierte la pieza en una de las más depuradas del cine reciente de su autor, que recibió una mención especial por su trabajo.
En otros estilos pero que también alcanzaban pequeñas conquistas, estaba Star-T, una creación colectiva impulsada por la actriz Ruth Armas que se contaba entre lo más conmovedor del festival. Algunos pequeños problemas en el sonido evitaron que fuese una de las piezas más destacadas de la semana. El director Besay Viña ofrecía, con Más allá de los sueños, una pieza que luchaba consigo misma en su intento por narrar un amor frustrado de juventud sin caer en un cierto ensimismamiento. El resultado, aunque algo desigual, no dejaba de sugerir el deseo sincero de contar historias que superasen las barreras de lo convencional. Y en ese deseo por escapar de lo convencional y abrazar la aventura de lo nuevo se encuentra Sara Álvarez, con Lo vívido y lo vivido, un documental observacional que atravesaba la Calle Real de Santa Cruz para encontrar testimonios llenos de verdad, sin renunciar a un poso poético que interconectaba esas declaraciones en primer plano. El gesto de dejar las sillas vacías en medio de la calle y filmarlas de nuevo venía a resumir el sentir general de los participantes en el momento en que termina una semana llena de grandes momentos. Porque el Festivalito se ha convertido en algo más que un certamen de cortometrajes express: se trata de un lugar de acogida, de un impulso creativo, de una familia que crece cada año y que se resiste a la conformidad. En el deseo de reinventarse cada año se esconde también la chispa que mueve a los creadores a reencontrarse con una isla llena de sonrisas.