Che: El Argentino (Steven Soderbergh, 2008)

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La realización de Steven Soderbergh de este magno proyecto sobre toda la revolución cubana alrededor de la figura del Che Guevara supone toda una declaración de autores de su autor.

 

Una declaración que ya ha hecho en otras ocasiones, y con idénticos resultados. Soderbergh, director americano de última hornada, se pierde continuamente en sus propias pretensiones, presa de una incapacidad para hacer escapar a sus relatos de una planicie narrativa y un pedante aire intelectual que hace naufragar la mayoría de sus proyectos.

 

Este díptico del Che no es una excepción, como sí lo era su ‘Traffic’, mucho mejor escrita y planificada. La primera parte de este pretencioso díptico atesora todos los defectos del cine de Soderbergh a los que se une además una apatía tras la cámara que no se ha visto otras veces en el entusiasta director.

 

La película está tratada con seriedad, con un loable intento de realismo, nunca cae en el efectismo fácil ni en realzar gratuitamente la figura heroica de su personaje, encarnado con grandes aciertos por un contenido Benicio del Toro que, no solamente imita acentos y huye de histrionismos, sino que se limita a recrear lo mejor posible la figura humana en toda su extensión opta por no exagerar ninguno de sus rasgos para que el personaje sea más atractivo cinematográficamente.

 

La planificación es una de las mayores imposturas de esta producción. El rodaje está repleto de planos vacíos, sin información alguna, llenos de decisiones absurdas, sin lectura posible más que la evolución de la historia como si se tratase de una serie televisiva. La historia está tratada con una calidad cinemática, sin caer nunca en la textura documental. Sin embargo a Soderbergh le vuelven a perder sus pretensiones y encadena toda esta primera parte con el discurso ante la ONU, y en él sí que aplica la técnica documental y un pedante blanco y negro que devuelve la película a su relieve real: el de una obra que no se sabe a sí misma y que se diluye en una fallida demostración de intelecto.

 

La fotografía, el montaje, la (fallida) música incidental y otras disciplinas artísticas quedan supeditadas a la pedantería estética del director, que condiciona todas para que éstas sean, a su modo de ver, vivas, dinámicas y adecuadas a una poderosa historia rodada con contención. Lo que se percibe sin embargo es bien distinto.

 

Rodeado de todas esas imposturas narrativas, la película queda así incapaz de respirar, presa del tedio más absoluto, y su único aliciente es presenciar el desarrollo de un argumento histórico recreado con un sólido realismo.