La película Centurión es un artefacto potente y peligroso, que merece obviar la superficialidad del proyecto y su carácter de entretenimiento y dedicar un pequeño análisis sobre lo que representa en el fondo.
Se trata de un filme que muestra las enormes posibilidades que ofrece la evolución tecnológica del cine de la última década frente a un argumento sin interés.
Es posible que Centurión sea la clave para entender buena parte del cine moderno, que oculta en sus recursos visuales las lagunas de historias mal construidas.
Asistimos a la enésima película centrada en la época romana en la que el pequeño grupo de supervivientes de una legión trata de sobrevivir a una tribu rebelde que los persigue.
El referente del cine de acción de Ridley Scott es evidente. La cinta se aleja de los recursos del péplum corriente, pero no se acerca a la sobrevalorada Gladiator. Más bien se acerca a los lugares comunes del último Robin Hood para contar la pequeña historia de un grupo humano que no encuentra nunca la manera de conseguir momentos emocionantes.
Frente al preciosismo visual, la perfección estética, las escenas rodadas a alta velocidad, el derroche de planos con grúa o las descomunales vistas de pájaro de gran precisión, es difícil atender a un argumento que se mueve constantemente en los tópicos del género.
A pesar de esa aparente poesía visual, Neil Marshall pasea su mal gusto cuando no escatima a la hora de regalar cortes de cabeza y empalamientos por doquier, usando siempre lo cruel y lo salvaje como moneda narrativa de primer orden y revelando que la poesía de algunas de sus imágenes no forma parte de su visión como realizador.
¿Son éstos deseos de contentar tanto al público que busca historias de gran calado visual en el cine de aventuras como a los que buscan las películas de bárbaros de toda la vida? La película les falla a ambos espectadores en el momento en que intenta conciliar ambos universos sin comprometer nunca su identidad ni hacia un lado ni hacia otro.
De repente el truco de magia esconde la inexistencia de puesta en escena, maquilla el atropellado guión, disimula las interpretaciones mediocres de los actores y se funde con la banal música de tambores para crear el entretenimiento tipo de esta década que comienza.
Que Olga Kurylenko se coma la pantalla en cada uno de sus momentos y desplace a un segundo lugar a Michael Fassbender aún cuando la actriz interpreta a un personaje sin capacidad de habla, dice bastante de la dirección de actores de la cinta.
El personaje de Kurylenko es tan despiadado y está perfilado con tanta crueldad que basta por sí mismo para ahogar cualquier representación actoral y a los personajes de su alrededor. Fassbender se limita a luchar por mantener a flote las escenas en las que aparece en solitario.
Es posible que en el cine de hoy cualquiera pueda disponer de los recursos visuales con los que Peter Jackson convirtió su trilogía del anillo en un referente del cine de aventuras.
Pero, ni siquiera en esta época de las historias devaluadas, del espectáculo pirotécnico como único punto de interés del cine, y de la supremacía de la imagen como simple elemento de distracción y nunca como instrumento de información, esos fuegos artificiales de la nueva hornada no consiguen ocultar que, en el fondo, sigue sin haber nada que contar.