Casa de tolerancia [L’Apollonide] (Bertrand Bonello, 2011)

Si hay algún cineasta contemporáneo capaz de filmar una guerra a partir de una mirada, ese es Bertrand Bonello. Su quinto largometraje revela las posibilidades de narrar las miserias humanas y concebir el infierno a través de lo puramente cotidiano. Situada en un prostíbulo a principios del siglo pasado y en el grupo de mujeres que trabajan en él, Bonello plantea tanto un homenaje a la mujer como una profunda lamentación de la condición humana.

El filme transita entre el sueño y la vigilia, en un lugar onírico que trasciende el plano físico y conduce el relato hacia lo atemporal. Desentrañar el misterio femenino a través una película que apoya todo su discurso en el plano visual. No en vano, su planteamiento formal es la mayor de sus riquezas. A través de los cuadros que pueden observarse en el burdel, de la propia manera de filmar, o del rostro de las actrices, Bonello parece determinar que el imaginario visual de la época lo sigue constituyendo la pintura, y no la fotografía. Renoir y Monet en los exteriores. Cézanne incluso. Pero por encima de todo, el prerrafaelismo, como si aquellas prostitutas salieran de un cuadro cada noche para convertirse en seres reales.

El mayor de sus triunfos, junto a ese nivel visual de primera magnitud, es el uso continuo de las elipsis. Lo que no se muestra parece siempre más importante para el desarrollo del relato, y sin embargo se nos priva de ello. Debemos intuir lo que no se ve. Pero al mismo tiempo, no tiene miedo de ser explícita en cuanto a la cuestión sexual. De ahí viene su gran complejidad moral. Planos opuestos. Se nos muestra siempre el comienzo del cortejo que colisiona en el montaje con una imagen repentina de la culminación de ese deseo.  

Bonello elimina todo lo que ocurre en medio de ambas escenas, despojando a los personajes de su humanidad, y sin embargo la película busca elevarse por encima de esas barreras y amar lo terrible de la condición humana, aquellas pequeñas cosas que iluminan la existencia del alma aún en ese terrible contexto. Busca la belleza femenina y la perfección estética para narrar que no existe nada hermoso bajo ese armazón superficial, que el infierno bien puede disfrazarse con una cara amable y dulce y que solamente es posible adivinarlo a través de las tenues sombras que provocan sus grietas.

Incluso a pesar de esas claras connotaciones morales, la película respira un sentimiento superficial excesivo, tanto que llega a resultar molesto. No hay ninguna conquista en esa tenebrosa mascarada que no lograse ya Stanley Kubrick más de una década antes, o ningún retrato de la sociedad decadente que no concibiera ya el propio James Ivory o la tradición europea en algunos filmes que abarcan ese período histórico. A través de su sufrido personaje principal, desfigurado en la primera secuencia del filme, Bonello intenta crear un monstruo moderno sobre el que sean capaces de reflejarse todos los pecados del ser humano. Nada que no hayamos visto ya, incluso cuando la metáfora visual no carezca de fuerza.

Una lectura perezosa podría emparentar la obra, por su temática y su tratamiento, a ciertos filmes de Mizoguchi, pero lo cierto es que la ausencia de profundidad es un obstáculo que convierte la comparación en un acto perezoso e irresponsable. Advertir un cierto intento trasgresor a través de la música actual termina acercando la película más a la obra de Sofia Coppola o a la filmografía de Tarantino que a un filme de definitiva madurez.

Un pétalo cae al suelo desde las rosas blancas que descansan en una mesa del salón. Es el fin de una época, el ocaso de una sociedad decadente cuyas mentiras aún conviven con nuestro presente y se conjugan con la mirada melancólica de unas mujeres que han perdido todas sus esperanzas. Y de repente, el director vuelve a hacer hincapié en la metáfora. Otro pétalo vuelve a caer. Aquella insistencia es el resumen de toda la película, que pretende hablar de excesos a través de excesos, de pretensiones que acaban reducidas a una molesta vacuidad. El resultado es que los defectos anulan a las virtudes, y también a la inversa. Las miradas de sus personajes es lo único que queda.