¡Canta! (Sing!, Garth Jennings, 2016)

En la comedia adolescente Admitido (Steve Pink, 2006), un joven fingía haber entrado en una universidad ficticia ante el fracaso de no haber ingresado en ninguna. Una cantidad enorme de alumnos empezaba a apuntarse a la escuela fantasma, creyendo que se trataba de una nueva facultad, de forma que lo que comenzaba como una tapadera para engañar a los padres del protagonista, se convierte de pronto en un inabarcable ejercicio de responsabilidad: el chico se ve obligado a crear una universidad desde cero, diseñar un plan de estudios, discutir las necesidades de los alumnos, contratar nuevo personal… Reconstruir el mundo, de algún modo.

Uno de los grandes momentos de aquella cinta tenía lugar en un salón de actos improvisado, aún con el edificio en ruinas, con todos los alumnos presentes y con el joven frente a ellos discutiendo cómo plantear este nuevo renacer desde la pura necesidad. La escena no está lejos del momento más importante de esta otra película de animación: cuando el teatro donde iba a tener lugar el espectáculo musical se derrumba y el sueño desaparece, son los propios participantes del show los que se lanzan al solar a cantar sin ninguna pretensión. El lugar se llena pronto de vecinos y de paseantes que transforman el espacio en una sala improvisada de conciertos. De repente, los habitantes han creado una nueva comunidad a partir de un lugar de encuentro común.

En ese sentido, ¡Canta! es una película que parte de un tópico, el concurso musical aséptico del nuevo milenio, para terminar planteando una reconstrucción, una reformulación del show que interroga sobre la anestesia del espectáculo televisivo frente al encanto y la libertad de la actividad compartida, ajena a todo aparato publicitario o instrumento de control de masas. La película está haciendo, a la vez, su propio proceso: no hay trasfondo más impertinente para los personajes que actúan en el programa, desde gorilas ladrones de bancos hasta ratones amantes de las apuestas y el póker perseguidos por la mafia. Pareciera que los personajes están obligados a poseer cada uno una subtrama propia, esclavos del manual de los gurús del guión. Y en cierta manera este filme es el reflejo perfecto del profundo desconcierto de Hollywood ante la creación audiovisual del presente, obsesionado con la pirotecnia visual y abrazando materiales argumentales cada vez más absurdos.

Y es por eso que la película hace su propio proceso despojándose de esos argumentos secundarios y encaminándose al encuentro con ese edificio derruido que se convierte en el escenario de otra cosa, y a la propia ¡Canta! en un manifiesto de lo colectivo muy diferente al del relato convencional. Cuando Mr. Moon, el entrañable empresario protagonista, pierde toda esperanza de triunfo como productor del show definitivo, una nueva reformulación del modelo y de su propio concepto de triunfo le lleva a descubrir una cierta verdad: que la idea de triunfo contemporánea sigue teniendo que ver con el enriquecimiento individual, y nunca con el gesto de hacer felices a los demás.