Extraña película, inefable declaración de intenciones de Giorgios Lanthimos, uno de esos filmes de interpretación tan abierta y de propuesta tan abstracta que las posibilidades de lectura del texto fílmico se disparan.
Premiada en Un Certain Regard en Cannes, el mismo año que Haneke se llevó la palma de oro con La Cinta Blanca, las uniones de su visión cinematográfica y los temas tratados son más cercanos de lo que pueda parecer, más de lo que reconoce el propio Lanthimos, pero lo cierto es que sus semejanzas sólo alcanzan la superficie, lo puramente estético.
El director griego moldea (no se puede decir que esculpa: su trazo narrativo es tan sencillo, natural y sincero que debería hablarse de alfarería, de moldear el barro más que de esculpir en piedra) una historia marciana acerca de un sociópata que encierra a sus hijos en su casa, a través de una educación que les niega el contacto con el exterior.
Los hijos, ya adultos, se han convertido en unos engendros sin personalidad en los que la educación absurda que propusieron sus padres y la desnudez emocional campa a sus anchas en los terrenos del infantilismo, la violencia desmedida entendida como vía de escape y como punto de fuga, y la prohibición absoluta como moneda de cambio.
Es curioso que, incluso en ese contexto donde los niños han sido educados para ser dóciles, anulados por completo, el dolor espiritual de saberse incapaz, encerrado en el cuerpo y la mente de un niño, se evidencie a través de todas las manifestaciones posibles: la violencia en primer término, pero también la danza como arte comunicativo del dolor personal (estremecedora escena), los juegos, la asunción del castigo excesivo o el sacrificio personal.
De insólita belleza plástica, pero también de sencillez soberbia en su puesta en escena, Canino pertenece a esa clase de filmes tan maltratados por los cineforums que utilizan los discursos abiertos para explotar ideas que nada tienen que ver con el original.
La obra es, efectivamente, de interpretación tan abierta y metafórica que todas las analogías son posibles, y en esa virtud reside uno de los mayores encantos de una película que crece en la memoria con el tiempo. Una obra desprejuiciada y nada pretenciosa, nada aleccionadora. Quien sea lo suficientemente valiente para entenderla, que asuma la dolorosa verdad de sus símbolos.
Más allá de las críticas al totalitarismo, o al ensimismamiento que vive hoy la Europa de Giorgios Lanthimos, nos encontramos ante una película valiente, llena de coherencia, que no hace concesiones tanto como el padre de la familia, por permitirnos ver lo que se oculta tras el muro de la privacidad y dejarnos penetrar en un seno familiar quizás absurdo, pero que tiene mucho que ver con el mundo en el que también nosotros nos escondemos.