Robin Hood (Ridley Scott, 2010)

Al pensar en Robin Hood en el cine vienen a la mente, casi de manera involuntaria, los nombres de Errol Flynn, si se piensa en una versión clásica e inmortal, o el de Kevin Costner, para los más avezados en los Blockbusters de los noventa. Incluso puede que quien aparezca en mente a más de uno, con toda legitimidad, sea el zorro animado de Disney.

Son los referentes inmediatos que ha dado el cine en sus cien primeros años de vida, algunos más afortunados que otros, pero siempre válidos y cercanos a la leyenda original, tratando de arrojar algo de verdad en sus representaciones del mito.

Las ínfulas de esta nueva época del cine banaliza los mitos y retuerce los referentes, además con unas superlativas ínfulas de pretensión, sin ser nunca conscientes de su mediocridad creativa. Ahí están las Alicias, los Sherlock Holmes, la mitología griega o algunos superhéroes de cómic para mostrar el adocenamiento de las revisiones cinematográficas de los últimos tiempos.

Lo que ha hecho Ridley Scott con el mito no escapa a la mediocridad de su tiempo.

En los últimos diez años, Scott ha encontrado una tercera etapa creativa en su carrera, respaldado por el habilísimo Pietro Scalia como montador, por el magistral John Mathieson en la fotografía y por Hans Zimmer en la música, que luego será sucedido por diversos miembros de la mal llamada escuela Zimmer.

Desde el descubrimiento de este grupo humano como equipo artístico, se suceden las epopeyas más descomunales en el cine del director inglés: la cumbre del espectáculo de masas en la sobrevalorada Gladiator, la revisión del mito en Hannibal, la cima del discurso espiritual en El Reino de los Cielos, la confirmación del oficio del artesano en American Gangster

La cumbre del espectáculo, la cima del discurso espiritual… Nótese sin embargo que jamás bajo estas circunstancias y este estilo de producción pueda hablarse de cima creativa, o de cumbre artística. Se trata de artesanos de máximo nivel, que adaptan materiales que les son ajenos con la mayor maestría conocida por un cineasta, pero nunca con atisbos de pasión en su trabajo. Scott, tanto como sus colaboradores habituales, han caído en la apatía del artesano que, como quien talla una pieza industrial, firma una película cada año bajo una mirada puramente industrial y nunca artística.

Su Robin Hood se convierte pues en un pastiche de lo que viene siendo ya habitual en las superproducciones de dicho equipo, una amalgama de resultados ya vistos, ya obtenidos en otras producciones y que aquí se encuentra con su enésimo reciclaje para ofrecer una representación que poco tiene que ver con la ideología del personaje original, y mucho que ver con las ínfulas epopéyicas de los otros filmes del realizador.

Con una de esas frases abominables que luego resuenan con grotesca fuerza en la cabeza del espectador más permeable a los constantes festivales del macho estereotipado con que su autor rellena a sus personajes, la película se suscribe al modelo de «Fuerza y Honor» que tan buen resultado dio en Gladiator. (En este caso, el guionista Brian Helgeland apuesta por otra no menos pedante).

Resulta así una película de aventuras que poco tiene que ver con el nombre que le sustenta salvo ese mismo detalle. De nuevo se nos ofrece una representación que no sirve siquiera como revisión de un mito, sino como mero reclamo de taquilla para llenar las salas de medio mundo.

Ni la revisión a los tiempos actuales del personaje de Lady Marian, que aquí es una guerrera consumada y una líder con absoluta independencia masculina, sirve para rescatar el proyecto de una nube gris simbolizada en la nulidad narrativa y en la visita a los tópicos del cine de aventuras, vistos una y otra vez ya con evidente desidia.

Scalia edita la película con su afilada precisión, con un despliegue de medios tan abrumador que en numerosas ocasiones no sabe con qué imagen quedarse para ilustrar ciertos acontecimientos de la historia. La exacerbada atención por el detalle y la necesidad de registrarlo todo en un filme cuyos planos no exceden nunca de los cinco segundos termina por hacer del todo fiable aquella máxima de que el filme se convierte en un documental de su propio rodaje.

Marc Streitenfeld, enésimo sucesor del devaluado estilo Zimmer en la banda sonora, acierta aquí al dotar al brioso tema principal con un discurso minimalista y sombrío, pero luego no sabe redondear la partitura en su periferia, en los temas secundarios, que en el fondo son los que ilustran la riqueza de la historia a la que deberían acompañar.

Excelente labor de Mathieson como fotógrafo, en una representación oscura, sombría, lúgubre, tensa y dramática, aunque aquí bien podrían hacerse  las más grandes acusaciones contra la película:

Dónde están el brillo y riqueza de los colores del bosque de Sherwood? Dónde su luminosidad y alegría? Dónde está el humor, tapado siempre por esos ridículos diálogos que tratan de magnificar cada palabra? Dónde queda la ingenuidad en el relato, entendida como valor y símbolo del idealismo y la búsqueda de la inocencia?

Se trata pues, de una representación audaz pero poco comprometida, cuyo uso del nombre del personaje tiene más que ver con una abierta declaración comercial que con la evidente certeza de lo mucho que hubiera ganado el relato simplemente si su protagonista se hubiese llamado de otra manera.