Byzantium (Neil Jordan, 2012)

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Hay una fantástica película en Byzantium, una que trasluce a través de los pliegues de un guión ordinario. Una película que se cuela en las miradas a la eternidad de sus actrices protagonistas para retornar, un segundo después, al territorio de lo anodino. Una película que se adivina mucho más libre si pudiese desprenderse, definitivamente, de esa estructura argumental que la aleja de su espíritu trascendente y la acerca a los mecanismos propios del fugaz espectáculo televisivo.

Cuando Neil Jordan dirigió Entrevista con el vampiro (1994), se enfrentaba al relato vampírico de Anne Rice sin ninguna intención de representar monstruos fantásticos ni criaturas aterradoras, sino con el deseo de hablar sobre una mirada que desafiaba al paso del tiempo: el don de la inmortalidad que se maravilla ante un mundo en constante transformación.

Byzantium continúa aquel discurso, presa del mismo espíritu, y puede que con la elección de casting que mejor se ha ajustado jamás a la dualidad de sus personajes: Gemma Arterton personifica aquí el deseo carnal y la maldad, el amor maternal utilizado como arma con la que convertirse en un ser oscuro y perverso. Saoirse Ronan encarna al otro personaje clásico de Jordan, el de belleza lánguida y pensamientos profundos, ese con la mirada perdida que intenta dar cuenta de los prodigios de los que es testigo mientras su universo se desmorona.

Lo que ocurre aquí, a diferencia de otros filmes del autor, es que las dos visiones se anulan la una a la otra en lugar de construir un díptico sobre formas opuestas de relacionarse con el mundo, como si se tratase de dos películas diferentes que no pudiesen coexistir, impidiéndose despegar la una a la otra y empobreciendo el relato conjunto. Mientras la joven intenta hacer memoria y construir una identidad a través de todo cuanto ha vivido, su madre adoptiva sabe que se acerca el fin de su época y convierte las vidas de ambas en una continua huida hacia delante que impide todo rastro identitario.

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De forma que un personaje construye su relato mientras el otro lo destruye a su paso. O dicho de otra forma, el hecho de añadir material argumental en abundancia para desarrollar las necesidades dramáticas de ambos personajes es una forma de inundar la película de acciones y palabras, pero nunca de auténtico espíritu propio. Byzantium se construye a sí misma a partir de giros de guión, constantes visitas al pasado que cambian la perspectiva y acciones tan previsibles como poco definitorias, mientras sus imágenes quedan inertes, incapaces de ir más allá de registrar ese abundante contenido argumental sin haberlo digerido.

Como de costumbre en los filmes de Neil Jordan, lo más importante termina siendo una voz en off aislada, una mirada del protagonista que se escapa hacia el horizonte, consciente de la fugacidad del tiempo que vive y de su destino funesto, mientras que el conjunto de la película se abandona a un discurso mediocre a favor de una disposición a lo popular que simplifica la profundidad de la mirada de su autor ante las cosas. Y no hay poca belleza en los ojos que nos miran en esta película, perdidos en un río de anécdotas literarias. A pesar de la fogosidad de Gemma Arterton o de las penetrantes miradas al vacío de Saoirse Ronan, Byzantium no deja de ser una película trasnochada. 


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