Blancanieves [Mirror, Mirror] (Tarsem Singh, 2012)

¿Puede el cine de la gran industria ahogar las pasiones de un cineasta? Tarsem Singh ha vuelto a vincularse con el cine de los grandes estudios, consciente de que sus portentosas recreaciones visuales no pueden existir más que bajo grandes presupuestos. En esa búsqueda de un arte conceptual en la estética del cine, el director ha escogido proyectos de encargo atraído siempre por el potencial visual de sus historias, nunca por sus posibilidades argumentales.

Tarsem es, por tanto, un cineasta de la imagen, un autor en búsqueda permanente de la pirueta de lo visual, en una labor que se extiende más allá de la escritura en imágenes tras la cámara y abarca tanto el diseño de los decorados como del vestuario de la película. El director como artista absoluto que controla, irónicamente, todo aquello que aparece en la película en cuanto a lo visual, pero que no firma nunca el guión de sus propios relatos.

En ese sentido, esta nueva Blancanieves no es más que una ingenua revisitación del cuento, sin abandonar nunca el universo infantil al que la historia original iba dirigida. Fábula adaptada a los tiempos modernos, si bien el tono burlesco y poco respetuoso con el material original no ha hecho nunca ningún favor a estas leyendas, más bien las han convertido en historias mediocres y fácilmente olvidables en cuanto no se toman en serio a sí mismas. La adaptación de Blancanieves a una película que tiene más argumento de filme de sobremesa que de representación indiscutible del cuento evidencia sus carencias argumentales y se abandona muy pronto a lo convencional.

El sueño trasnochado. Los gigantes de Gaudí se convierten en soldados de palacio. El autor sólo se aleja de la condición infantil de la película cuando intenta representar el universo maligno de la reina, poblado por criaturas malditas, ignominiosos mundos paralelos y auténtica falta de moral. A pesar del poderoso brío visual del cineasta, resulta llamativo que sea esta la primera película de Tarsem que se encuentra plenamente apoyada en el trabajo actoral de sus intérpretes, precisamente siendo la obra con más efectos especiales en la filmografía del director de La celda.

Julia Roberts, enamorada de la idea de poder participar en una película despreocupada y divertida con un personaje de lo más tentador, continúa haciendo de ella misma incluso ataviada con los aparatosos trajes que la reina luce durante todo el metraje. Por otra parte, son evidentes las cualidades físicas de Armie Hammer como el galán estereotipado de Hollywood, ¿pero se trata en el fondo de un actor interesante? Casi se podría afirmar que posee la misma incapacidad de transformarse en el personaje de su papel que la que posee la reina malvada. Nunca vemos al personaje en sí, sino al actor, haciendo todas las muecas de las que dispone para justificar su presencia en la función.

Lily Collins da por fin el gran salto al obtener aquí su primer papel protagonista, un personaje con el que poder lucirse ampliamente y que matiza de manera peligrosa con su inevitable languidez, su timidez y delicadeza. La belleza de la actriz es también incuestionable, pero en la película se combinan dos elementos insalvables: uno es el hecho de que Tarsem Singh nunca haya sido un director de actores, sino alguien interesado únicamente en las cualidades de lo visual. Lo segundo es el propio personaje, tan recatado como la propia Collins. Bien es cierto que soporta todos los envites con sus compañeros de reparto, pero su candidez no invita a dejar pensar en los resultados irregulares de su participación.

Esta nueva Blancanieves poco puede competir frente a la majestuosa antigua versión de Walt Disney, y a pesar de ofrecer un notable retrato de los enanos que acompañan a la princesa, nunca busca convertirse en la representación de referencia con respecto al relato original. En todo caso se sirve de él para ofrecer un inofensivo cuento de hadas, quizás demasiado inofensivo aún tratándose de una película exclusivamente para niños. Lo que ocurre en él resulta tan entrañable como absolutamente trivial.

En La Celda, el director firmó su película con su nombre y su primer apellido. En The Fall, la que sigue siendo con diferencia su mejor obra, su nombre aparecía en solitario durante los créditos. Aquí, Tarsem incluye sus dos apellidos, su nombre completo, como si a pesar del evidente poco control que ha tenido como cineasta sobre la obra final no renegase al menos de las virtudes visuales de la cinta.

En el último momento, una canción innecesaria se apodera de la representación y echa abajo los contados triunfos que atesoraba la película. Lo vulgar se abre camino, la filmación del cuento termina bruscamente y empiezan los fuegos artificiales de lo comercial, que lo convierten todo en un esperpento sin pudor alguno. Y en medio del despropósito final, aparece un nombre completo. Nombre y apellidos, que den identidad a aquel cineasta que, en medio de un producto de absoluto corte industrial y sin aparente espacio para una mente verdaderamente creativa, firma de nuevo un concepto de lo visual sin comparación posible en el reino de lo insustancial. Como Martin Scorsese en su reciente cuento infantil, Tarsem se olvida de su fábula y concibe el cine incluso en condiciones del todo adversas. El cine sigue siendo posible incluso con las manos atadas.