Argo (Ben Affleck, 2012)

Era un secreto a voces. No era éste el paso que iba a convertir a Ben Affleck en un gran director, sino el inmediatamente anterior (The Town, 2010), donde ya daba muestras de ser un director, sí, aún en ciernes, pero con gran criterio para escoger el argumento que luego sustentará sus proyectos tanto como un conmovedor deseo de pura honestidad que traspase la pantalla y la película de principio a fin. A voces, pues cualquier espectador avezado conocía ya esa marcada y buscada faceta de autor, y un secreto, una palabra nunca pronunciada, pues la participación del propio Affleck también como protagonista principal obliga a adoptar un cierto tono permisivo frente a las limitadas capacidades interpretativas del actor, para poner en primer plano los triunfos de unos filmes construidos de manera impecable.

El secreto radica en que Affleck es, sin lugar a discusión, mucho mejor director que actor, y su aparición parece amparada por la necesidad de ofrecer una cara conocida en el reparto al mismo tiempo que garantizar un sensible ahorro en el presupuesto de la película. No se trata de un papel testimonial ni de una aparición esporádica. El joven cineasta reserva para sí el rol central de sus obras, el papel del héroe, del salvador, adalid de la moral y de la ética en los entornos violentos sobre los que se mueven sus relatos. Aquella permisividad del espectador con respecto a su trabajo actoral era necesaria para disfrutar de una película, por otra parte, esplendorosa como lo era The Town. Aquí, sin embargo, clama al cielo comentar este elemento como el mayor de los escollos para que Argo haya sido una buena película cuando podría haber sido uno de los triunfos cinematográficos más absolutos de la recién comenzada década.

Y es que Tony Mendez, el personaje construido sobre la figura real del agente de la CIA cuya heroicidad logra sacar en pleno conflicto de Irán a seis diplomáticos estadounidenses, se cimenta en los gestos y en sus contenidas reacciones frente a lo que ocurre a su alrededor y su determinación para encontrar posibles soluciones. Determinación y fragilidad, valentía y al mismo tiempo temor, que encuentran en Ben Affleck sólo la superficial construcción de un personaje que necesitaría infinitos matices para elevar la película al olimpo. Contención, sobre todo. Un actor alcanza la capacidad de mostrar emociones contenidas cuando posee esas mismas emociones en su interior, en el fuego de sus ojos. No conviene confundirlo con la incapacidad gestual de este actor, que confía quizás demasiado en que su mirada transpire la enorme dosis de humanidad que necesita su historia para poder avanzar. ¿Dónde está el conflicto interior de Tony Mendez? Aquí sólo existe un hombre de una sola dimensión. Asustado, sí, responsable de las vidas de seis hombres, pero nunca dotado de matices que enriquezcan un papel de tal calado. La duda, la reflexión o la tensión vienen indicados por los subrayados continuos que hace la música y sus elecciones narrativas en lugar de la capacidad gestual del actor. La presencia de Affleck relega la poderosa plasticidad de las imágenes que aquí aparecen a la peligrosa frontera con las películas del montón. 

Y todo ello a pesar del imponente trabajo de Rodrigo Prieto, un operador de cámara que convierte el trasfondo político en una cuestión también estética. Decía González Iñárritu de su habitual director de fotografía que se trata de un auténtico pintor, que pinta los escenarios del tono emocional que viven sus personajes, que radiografía los lugares y los transforma en materia visual. No está aquí descuidado el espíritu estético del operador en ningún momento, enriquecido aún más por un soberbio montaje que enfatiza el trasfondo documental que respiran muchas de las secuencias. El constante, innecesario uso del teleobjetivo está a punto de echar por tierra ese equilibrio. Parece haberse optado por un planteamiento visual propio del reportaje en tiempos de guerra, lo que ahoga, de nuevo, muchas de las emociones contenidas de los personajes. La reiteración de primeros planos hacia los seis diplomáticos no compensa la ausencia de una verdadera intensidad emocional que trascienda a la clásica conjunción del primer plano y música de tintes dramáticos. Tampoco hay tiempo para trascender. El relato está construido sobre una fórmula de precisa ingeniería. 

La única emoción auténtica que se respira durante la película es la tensión que se genera con envidiable eficacia en el espectador. ¿Lograrán escapar finalmente? En ese sentido, Argo contiene tantos pequeños triunfos en su interior y está técnicamente tan bien trabajada que es sencillo olvidar sus lagunas para poder disfrutar de sus abundantes aciertos. En el fondo no se trata más que de una estructura clásica con los tempos medidos hasta el extremo, con lo que resulta fácil empatizar con la situación y, más aún, contagiarse de la tensión con la que el relato mantiene a pulso firme todo su desarrollo. Trama política reducida a lo esencial, que todo el mundo pueda entender que lo único importante es escapar de allí y sortear a la muerte.

Pero hay más de una película en Argo. Cuando se aprueba el descabellado plan de fingir ser un equipo de rodaje para sortear así los controles de aduana, Argo se convierte en un dispositivo letal que destripa con acertada ironía todo aquello que ocurre en el interior de los estudios de Hollywood. Quizás ese marcado tono humorístico que se apodera del filme una vez presentada la tragedia que vertebra el relato sea su momento más esplendoroso, genuinamente fresco. Ben Affleck y su equipo exprimen la fórmula a fondo para que los otros dos tercios de metraje contengan la solidez y la tensión suficiente para sostener la trama. La contención (narrativa) juega aquí un papel fundamental. Affleck (director) parece ya en posesión de unas habilidades de las que carecen muchos realizadores de su generación. Sigue siendo un cine muy cercano al que ha venido haciendo Clint Eastwood en las últimas décadas, tal vez su mejor discípulo. Historias que no escapan a cierto tono egocéntrico disfrazadas con habilidad como un relato moral, personajes plenos de humanidad y el propio realizador como héroe redentor que soluciona los problemas del mundo con un corazón de oro.

La película resiste de manera soberbia esa tensión emocional porque no se salta ni un solo paso de la construcción clásica propia de la estructura huída/escape, en la que se nos han presentado previamente aquellos obstáculos en los que pueden encontrarse los auténticos peligros de la misión y, por tanto, sabemos de antemano en qué momentos puntuales existe una tensión añadida. Resiste casi hasta el final, cuando esas mismas convenciones del género le obligan a desmadrar su contención para abrazar un último soplo de épica y acción que queda ligeramente fuera de contexto. La ausencia de un actor poderoso que arrastrase consigo la película y no que se dejase arrastrar por ella, al mismo tiempo que esa excesiva (y necesaria) disposición a plegarse a una fórmula previsible para controlar sus efectos son los únicos matices posibles a los que recurrir para justificar que, de alguna manera, el filme nunca alcance lo sublime. Como si de un director de orquesta novel se tratase, Affleck está más preocupado en hacer que todo suene en el momento correcto, que todo funcione y que el edificio se sostenga, que se olvida de que su partitura tiene alma y que revelar ese espíritu depende en gran parte de él mismo. 

Ya conocemos el final de la aventura. Una música emotiva y unas fotos que inviten a comparar a los protagonistas reales con sus intérpretes pone el colofón al espectáculo de masas. Pero también ocurre algo que resulta revelador. Dentro de esa estructura convencional y poco arriesgada, la CIA se ve obligada a guardar silencio y a callar los resultados de su misión. En esas grandes heroicidades que no pueden ser aireadas ante la nación, Argo encuentra su discurso definitivo, su verdadero espíritu. Y también la revelación de cómo a pesar de su presupuesto, de sus ambiciones y de su trasfondo político, se trata de una película pequeña, soberbiamente realizada hasta el punto de rozar la excelencia pero centrada siempre en lo humano, en lo sencillo. Ya sabíamos cómo iba a terminar todo. Lo importante es cómo Ben Affleck ha sabido hacernos disfrutar del viaje.