De la mano de un autor que se produce a sí mismo y que no teme realizar una cinta rodada en un idioma ajeno, con unos casi cincuenta minutos finales sin apenas diálogos, y que trate de contar el final de una civilización, llega una película muy valiente, muy transgresora en muchos aspectos.
Repleto de inventiva, Mel Gibson transgrede los cánones del cine épico de aventuras a través de la búsqueda de un poderío visual de factura única y de fascinante peculiaridad, en la que la propia planificación de la narración está supeditada a este alucinógeno torrente de colorido. Contemplamos a hombres manchados de blanco, a hombres pintados de azul y a una ensalada colorista puesta en bruto, sin estilismos ni contemplaciones, pues la propia dirección lleva puestas las pinturas de guerra en una película rodada con desacertada e incontrolable fiereza.
Las transgresiones que el director hace tanto en su género como en las reglas del propio cine, están al servicio de mejorar el relato y la calidad narrativa de la obra, pero aunque estas licencias maestras estén tratadas con soltura se pierden por culpa de su vacío argumental.
Cuando Apocalypto parece amenazar con embestir de frente al espectador con su apasionante envoltorio (un comienzo contenido, condensado en un contrapicado amenazador sobre Youngblood, atisbando una gran experiencia cinematográfica) muestra con irrisoria vanidad una nadería existencialista, apoyada en su planteamiento vertiginoso como conductor de la historia.
Y esa historia no es más que una infame ida y vuelta, un rapto y su escape, una captura y una huída, en la que el espectador resiste su agotadora duración recogido en el en ocasiones fallido poderío de las imágenes y sobretodo en la esperanza de que la resolución del filme aguarda para darle sentido a una portentosa exhibición de sinsentido cinematográfico.
Infame tanto como su banda sonora, obra del también infame James Horner, que insulta la inteligencia del oyente con unas lamentables notas de pedal, omnipresentes en toda la película y seguramente justificadas bajo un criterio espiritual del compositor.
El director deja cristalizar, como ya ocurriese antes en su acertada Braveheart, su propia cadena de valores y su criterio moral, transparentado en la ética de unos personajes que parecen ser la proyección misma de su autor.
Posiblemente Apocalypto cae al abismo en el momento en que esas intenciones morales se canalizan hacia unos diálogos endebles y fallidos, tal como este intento de resucitar las historias épicas tras la estela, nunca alcanzada, de Terrence Malick o incluso de los antiguos momentos de inspiración del propio Gibson.
Y cae al abismo porque Braveheart, realizada hace ya más de doce años, renovaba el discurso épico, integraba el género bélico en la propia aventura como condición necesaria y alumbraba un nuevo cine a punto del cambio de siglo. Apocalypto, bajo su filtro existencialista, no evoluciona aquel discurso sino que lo alarga. La cámara génesis, de reciente creación para la película, llora clamando una historia a la altura de su sofisticada evolución.