Hace tres años parecía incontestable afirmar que La cinta blanca (2009) era la obra maestra de Michael Haneke. Hoy, sin embargo, aquella idea de apariencia imperturbable parece haber transmutado. Puede que Amour sea el verdadero testamento cinematográfico del director, o al menos su obra maestra tiene más de un nombre. Al igual que ocurrió con Ingmar Bergman, el realizador austriaco ha exhibido su maestría en un film de gran tamaño y también ha sabido hacer gran cine a partir de una diminuta obra de cámara.
Amour comienza con un prólogo que es, en realidad, un fragmento que no pertenece al relato. Algo que ocurrirá mucho después de lo que su historia cuenta y que no corresponde a quienes la han vivido. Unos bomberos fuerzan la entrada a una vivienda y encuentran, en una de las habitaciones, un cadáver que reposa sobre una cama a modo de mausoleo. Inicio sobrecogedor buscado siempre por su autor, como una palabra fuerte que rompe la atmósfera de súbito. La cámara se desliza suavemente por los pasillos siguiendo el movimiento de los hombres, que parecen haber roto el silencio de un secreto sin saberlo. ¿Qué historia se esconde tras aquel cuerpo, tras el gesto de recubrirlo de flores? ¿Qué historia se vivió en estas paredes de la que ahora sólo queda un lejano eco? Ya nadie podrá conocerla.
Y sin embargo Haneke rescata la historia, y con en ese plano de la platea en un teatro con el que se inicia la película tras los rótulos, traspasa al espectador la responsabilidad (y la moralidad, uno de los temas preferidos del autor) de hacer público el secreto. Nos transporta al pasado y el misterio se convierte en conocimiento. La intimidad de dos personas va a quedar revelada por completo. Al asistir al encuentro, resulta inevitable no evocar a André Gorz y al libro dedicado a su esposa, Historia de un amor. El gesto romántico que vincula a la muerte como puerta a lo infinito está tan presente aquí como en aquel conmovedor texto. También su espíritu doliente, su entrega absoluta.
A partir de la parálisis de la esposa, de la aparición de un empeoramiento progresivo, repentino e imparable, se inicia un camino guiado por la ternura. Amour no trafica nunca con la crudeza de lo que ilustra ni con el posible morbo de sus hipotéticas situaciones. En ese sentido es tan madura como contenida. Tampoco pone de relieve el clásico juego de plantear preguntas con las que el director suele construir su cine, algo que hubiese esquematizado la profundidad del filme. Sus herramientas narrativas suponen no tanto un descubrimiento como un reencuentro con aquellos caminos que sí funcionan. Con los caminos que conmueven. Prueba de ello es el plano y el contraplano que dan inicio a los primeros síntomas. Pocos planos-contraplanos se han convertido en señas de identidad de una película, lo que prueba la fuerza, la hermosa intensidad con la que brilla aquí este sencillo recurso. Pero no es el único.
El primero de ellos, por encima de todos los demás, es el rotundo, magistral uso de las elipsis. Entre cada escena existe un pequeño vacío, un salto salvable que debe completar el espectador al reconstruir la película en su memoria. Un procedimiento que aleja la película del denostado cine de la discapacidad y lo acerca al cine que mejor ha sabido retratar la percepción de la vida en la vejez. Interludios de plena ausencia. Fogonazos de la memoria. Amour no es una película nostálgica, sino una elegía del aquí y el ahora, de un amor que tiene sentido cuando se convierte en entrega.
El segundo es su manera de confrontar pasado con presente. Una escena da inicio sin que sepamos que se trata de un pasado evocado por el recuerdo, hasta que damos cuenta de que se trata de un tiempo pasado y de la imposibilidad de volver a él. De ahí el impacto emocional, en absoluto impostado, derivado del juego con las imágenes y los recuerdos. El tercero no es otro que la presencia de Darius Khondji, ese director de fotografía que ha pasado de puntillas por algunas de las obras maestras del cine en sus dos últimas décadas. Gracias a él, pasear por los pasillos de la vivienda se transforma en toda una experiencia de empatía. O apreciar cómo la luz juega con la posible ambigüedad entre evocación divina y puro accidente cuando una paloma se cuela a través de una de las ventanas junto a la habitación de la enferma.
Amour se ve obligada a introducir un tercer elemento en su historia. El personaje de la hija, valientemente interpretado por una vulnerable Isabelle Huppert, concebido como aquel individuo cercano a la familia que no para de ofrecer una ayuda que cristaliza en el deseo inconsciente de sanar la conciencia. Eterno debate que está a punto de empujar la película al abismo del cine forum. La autenticidad de los actores y la solidez de su puesta en escena evitan el desastre y contextualizan la propuesta en una planificación rebosante de coherencia y nunca exenta de aliento poético.
Schubert termina siendo el hilo conductor de unos días que suenan a inevitable despedida. De unos ejercicios de recuperación que se mantienen como única manera de dar sentido al día presente, de eludir la nada a la que lleva la muerte. Conocemos el final de esta historia, ha permanecido presente durante toda la película. La visión de Haneke se vuelve, por un momento, menos trágica, menos cruel, como si hubiese encontrado la esperanza en esos gestos de auténtico amor. Dos espíritus que siempre estarán unidos. Es entonces cuando las últimas palabras de André Gorz resuenan en este reflejo cinematográfico: “A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro. A menudo nos hemos dicho que, en el caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos.”