Airbender, el último guerrero (Shyamalan, 2010)

Duele asistir al proceso de desvanecimiento de la fuerte personalidad de un director que, en otro tiempo, no sólo resultaba fundamental para entender el cine comercial de su tiempo, sino que además anunciaba nuevos caminos para la narrativa convencional en el seno de un Hollywood carente de ideas.

Con Airbender, Shyamalan se une al carro de las superproducciones fantásticas, con las pretensiones superlativas de iniciar una trilogía epopéyica, dueña y señora de todas las historias.

En ella acontece una aventura que conecta de nuevo con las ansias de relatos infantiles que se permitió hacer a sí mismo con La Joven del Agua, y que se aleja otra vez del todo de sus anteriores filmes para tratar de crear un universo totalmente imaginario, en la que la lucha entre cuatro tribus que controlan los elementos naturales configura un relato de una devastadora falta de creatividad.

Para crearla, se ha servido con desidia de todos los elementos comunes que han fraguado las últimas sagas cinematográficas de más éxito en taquilla. Los escenarios y lugares imposibles de El Señor de los Anillos, que hunden a Airbender en la miseria cuando esta intenta acercarse a la comparación con el gigante de Tolkien.

La flora y fauna particular de Avatar, en la que falta sin duda imaginación y muestra su falta de implicación cuando termina apareciendo un lémur-murciélago (¿?), un diseño de producción que sólo puede equipararse al de la fallida saga de Narnia, y unos personajes y una historia que, por elementales y previsibles, no puede trascender ni siquiera en el espíritu infantil al que se supone iba dirigida la cinta y sus continuaciones.

La película fracasa como producto infantil por esa misma razón, porque es incapaz de desligarse de la mediocridad de los antiguos intentos del cine contemporáneo para crear una saga de aventuras a la altura de las circunstancias, y también fracasa como producto no infantil al no despegar nunca la vista de la narración plana y los elementos evidentes, negándole la riqueza de alguna lectura secundaria al mundo de los adultos.

Del antiguo Shyamalan que conocíamos, ya sólo queda su vanidad. El autor confiere a cada una de las tribus de su historia una etnia distinta, y designa a la suya propia como la tribu que interpretará a los maestros del Fuego, los villanos de la historia y sin duda el grupo que integra a los personajes más ricos y profundos.

Actores que, por cierto, no ofrecen ni de lejos sus mejores interpretaciones. De hecho la participación de Dev Patel es sin duda, como ya anunciara el papel que el autor se dio a sí mismo para interpretar en La Joven del Agua, el perfil de la actuación tipo en un filme del director: afectación excesiva en el rostro, designios divinos para un personaje que nunca tiene tiempo de explorar su humanidad, y una solemnidad de papel en la que todo atisbo de grandilocuencia acaba en destellos de ridiculez.

Esa vanidad también puede percibirse en sus ínfulas de autor total cuando unos inmensos rótulos con su nombre aparecen en la pantalla antes casi de dar comienzo los créditos finales. Una muestra de su poder como realizador en todas las disciplinas, pero también de su ego sin límites.

Perdido en el mar infinito de un desarrollo previsible, envuelto en unos desbordantes efectos especiales que se comen literalmente la historia y todas sus imágenes, el argumento de Airbender se diluye con la misma falta de intensidad con la que empezó el relato.

Decía Shyamalan hace unos años, cuando estrenó la mencionada La Joven del Agua, que tenía muchas ganas de hacer películas para sus hijos, que empezaban a crecer y a interesarse por el cine de su padre. Es una lástima que, al interesarse por sus hijos, el director haya dejado de hacerlo por el resto de sus admiradores tanto como por sí mismo. Tanto como por su propio cine.