Muy pocos podrían advertir que tras una película como esta se esconde Francis Lawrence, el director que firmase la estupenda Soy leyenda, la película de aventuras ambientada en el futuro que se atrevía a tratar un trillado argumento fantástico con una seriedad que hacía pensar en su interés como autor.
Si Lawrence consigue pasar con tanta destreza de la acción futurista al romance de época es porque pertenece a ese selecto grupo de autores apasionados con tomar los materiales más dispares posibles y estudiar la mejor manera de convertirlos en imágenes.
Agua para elefantes tiene la forma de un cuento infantil casi improvisado. Alrededor de un prólogo y un epílogo con el clásico narrador anciano que rememora sus hazañas de juventud, la película narra un intrincado triángulo amoroso en torno a la vida de un circo ambulante en los años de la Gran Depresión. Su profuso recorrido histórico no le impide perfilar con detalle a sus personajes, aunque éstos caigan a menudo en el estereotipo.
Si Robert Pattinson y Reese Witherspoon no desentonan en la función es porque sus personajes de fábula ayudan a desdibujar sus interpretaciones hasta el punto de convertirlas en una parte más del decorado. Quien llevaba la batuta realmente es el tercero en discordia, un Christoph Waltz que sostiene enteramente la película también bajo el estereotipado perfil del malo malísimo.
Lo que la salva es su encanto y su absoluta falta de pretensiones. La fábula empieza y termina con la pasión por narrar unas buenas intenciones que se adueñen del espectador, y jamás quiere disfrazarse a sí misma de lo que no es. La fotografía de Rodrigo Prieto convierte sin embargo sus imágenes en las de una película superior. El operador mexicano se instala por fin en el grupo de esos pocos iluminadores que transforman el cine en el que participan en auténticas joyas del arte de lo visual.
Conviene resaltar también con letras mayúsculas el nombre de James Newton Howard como compositor, pues sorprende en el músico la capacidad descriptiva y narrativa de la música escrita para la película, en un autor cuyos trabajos suelen ser del todo opacos, incapaz de transmitir otra cosa que no sea el mero acompañamiento a las imágenes con las que convive. Su partitura aquí, sin embargo, es sorprendentemente sentida, profunda y colorista, un acierto que merece ser celebrado.
¿Qué podría hacer naufragar entonces a una película tan bien dirigida, con notables interpretaciones y construida a través unos medios artísticos abrumadores? El único error del filme es partir de un material literario que sí resulta realmente ambicioso, y le acaba ocurriendo lo mismo que a cualquier traspaso a la pantalla de una novela con pretensiones.
Un texto literario puede crear los paisajes más infinitos, pero representar esas pocas palabras en el cine es una empresa muy dura. Bastan unas pocas frases para narrar el hundimiento del Titanic. Ponerlo en imágenes, sin embargo, generó la película más costosa de su tiempo. Algo parecido ocurre con Agua para elefantes. Sus ideas están representadas de una manera creíble, pero para que éstas hubieran conseguido llegar realmente al corazón habría hecho falta un despliegue de medios apoteósico.
La escena de su clímax final, que demuestra las limitaciones de lo visual frente al relato imaginario, además de su atropellada resolución, que evidencia la imposibilidad de condensar toda una novela en menos de dos horas, reduce el alcance y el impacto de una película de impecable factura técnica, pero provisto de unas emociones que no pueden evitar ser del todo impostadas.
Nada molesta en Agua para elefantes. Al contrario, hay muchas más virtudes que defectos en su realización. La imposibilidad de representar la fábula con todas sus posibilidades y consecuencias es lo que la convierte en una película pequeña. El mayor éxito es que a pesar de no ocultar su pequeñez, disfrazada de superproducción, reivindica la figura de un director que aún no ha descubierto que puede crear historias aún más grandes que las novelas que ha leído.