Cuando alguien desaparece, no se lleva sus recuerdos consigo. Sus objetos quedan huérfanos y en su habitación no deja de resonar el eco de su ausencia. Y Milagros Mumenthaler no filma ese presente, en el que la ausencia es protagonista, con el trazo propio de un autor novel. Su mirada domina el espacio.
Basta con prestar especial atención a la primera secuencia, en la que presenta a las tres hermanas protagonistas a través de un solo plano que va adaptando su encuadre a diferentes necesidades expresivas. Su lugar en la pantalla, y la manera de filmarlas, habla también del modo en el que se enfrentan a la desaparición de su abuela, que las ha criado tras la muerte de sus padres.
Aparece en pantalla la mediana, que queda en la lejanía, como si huyera del enfrentamiento con su reciente pérdida. De hecho será quien comience a despojarse de todos los objetos que pueblan la casa de un fantasma nunca visible. Le sigue la mayor. Su incapacidad para afrontar un conflicto con su novio será la primera de las pruebas que componen una travesía hacia la madurez y la valentía. Su segundo gesto de cobardía, y el que da sentido a buena parte del relato, será el de pretender que las cosas nunca cambien. El plano vuelve a transformarse para presentar a la pequeña de las tres, que cierra los ojos, que duerme. Otro símbolo de alguien que encontrará en la huida hacia una vida nueva la manera de superar el duelo.
La realizadora no encuentra acertadas y sugerentes decisiones de puesta en escena en ese único plano. Rodar en el interior de la casa se revela como auténtica declaración de intenciones, entre el cuidado de las formas y el espacio suficiente para lo espontáneo. Mumenthaler plantea una arquitectura de las imágenes tan compleja como la propia casa en donde éstas se filman.
Al mismo tiempo, la forma de mirar convierte el filme en un laberinto de espejos, donde las niñas se enfrentan a cada uno de los objetos de su abuela desaparecida. Inconscientes de ello, realizan rituales que se filtran entre lo cotidiano y que convocan al fantasma, prisionero aún de la casa en la que vivía. Una cama que antes tenían prohibido tocar, unos vestidos que acrecientan el recuerdo o un jardín en el que aún se ocultan las cenizas de la difunta.
Cada una de las hermanas afronta el duelo a su manera, prisioneras aún de una casa llena de recuerdos, al tiempo que deben aprender a construir, por primera vez, una relación adulta entre las tres. El título del filme da sentido a todo cuanto ocurre en tanto que el relato entiende la muerte, o más bien la desaparición en un sentido amplio, como una transición, un nuevo estado vital a través del cual continuar el camino propio. La comunión entre directora y sus actrices cristaliza, hasta en dos ocasiones, en la música diegética entendida como único momento de comunión posible entre los estados emocionales de sus protagonistas.
Pero Abrir puertas y ventanas no se queda allí, en el fallecimiento de la abuela y su reflejo en las tres niñas como único motor argumental. Al contrario del filme estático en el que se podría haber convertido traficando con la simple idea de la pérdida, la película avanza a través de una nueva desaparición, esta vez una de las hermanas que decide marcharse para siempre. Un nuevo duelo, una nueva etapa. Ahí es donde radica la mayor valentía de una película delicada y dolorosa, que se lanza a narrar el pleno fluir de la vida a través de tres miradas inocentes. Milagros Mumenthaler se ha atrevido a contar que la vida es cambio. Y que el cine también lo es.