“Con el tiempo llega el agotamiento”, dice el personaje que Alec Baldwin interpreta en A Roma con amor, la película de Woody Allen que tiene lugar en la capital italiana y en la que coloca no pocos diálogos reveladores. Parece una línea de diálogo salida directamente de la boca de su director, que a sus 77 años continúa filmando una película por temporada y que, tras el comienzo de su serie de trabajos producidos en Europa, parece haber abandonado el desenfado y la inspiración de sus anteriores filmes para sustituirlas por una continua defensa personal ante un entorno ajeno, basada en distanciamiento de las tramas que propone, la frivolización constante con la cultura nativa, prólogo y epílogo que revelan la farsa teatral de su propuesta y, por encima de todo, una peligrosa caricaturización y simplificación de los rasgos que han caracterizado la obra del autor y que convierten a estas piezas en obras sensiblemente menores.
El problema de Woody Allen desde el comienzo de su nuevo cine (que podría datarse desde la realización de Match Point, mucho antes de esta peregrinación de su Nueva York natal) es que es inevitable comparar cada nuevo trabajo con respecto al lugar que ocupa en el conjunto de su filmografía, vasta y llena de gloriosos títulos. Quizás un proyecto como Paris Je T’aime (2006) pueda conducir a cierta permisividad en cuanto al protagonismo exagerado de la ciudad sobre la que se representan sus historias cruzadas, pero siendo Woody Allen el firmante resulta imposible no condenar la vacuidad de estas historias y la presencia de unos chistes que no están ahí como acompañantes, como era costumbre, sino como reclamo. No se trata del americano que fotografía la ciudad de Italia, sino la Italia que intenta fotografiar al director de renombre cuando aterriza en la ciudad y aún sin encontrar un auténtico tema sobre el que escribir.
En ese sentido, la soberbia Midnight in Paris (2011) funcionaba tan bien porque se desentendía totalmente de la ciudad en la que se rodaba, a excepción de unas cuantas imágenes de postal por otra parte siempre presentes en el cine de Allen, sea donde sea que acontezca su película. Aquí, sin embargo, hay algunas escenas reveladoras. Una es el mismo prólogo: la cámara deambula por la ciudad y se detiene, de manera abrupta, en un guardia de tráfico que termina introduciendo el relato coral. Es como si la cámara se hubiera detenido sobre la primera historia que hubiese encontrado. No, no se trata de un alarde de naturalidad, sino literalmente, de la primera historia con la que se encuentra. La desidia del rodaje parece concretarse, definitivamente, en una panorámica circular que muestra los alrededores cuando uno de los personajes se pierde por completo en Roma. Las microhistorias parecen más una excusa para filmar que un relato realmente elaborado.
Resulta revelador, también, que el personaje de Alec Baldwin, convertido en una especie de fantasma que asiste al desarrollo de una trama romántica protagonizada por Jesse Eisenberg con un final largamente esperado, sea el catalizador del mejor plano de la película, un primer plano en el que Allen condensa la mirada con la que él mismo trata a su último filme, una visión hastiada del mundo de las relaciones que parece totalmente ajeno a la película. Un primer plano de una desesperanza poco frecuente en el cine del realizador. Una desesperanza que culmina en la simplicidad y desinterés de unas historias circulares, que terminan tal y como empezaron, a diferencia de los desarrollos habituales de su creador.
Allen siempre habla de los mismos temas, sólo que tiene la habilidad de revestirlos de nuevos discursos con los que puede enriquecer sus obsesiones y ofrecer texturas más complejas a relatos de apariencia sencilla. En este caso, los entresijos del amor y los sueños de futuro aparecen disfrazados aquí como fábulas de lo inevitable, relatos en los que sus protagonistas ya conocen el final pero de los que les resulta imposible escapar. El autor esboza algunas ideas interesantes, como la mencionada entre Eisenberg y Baldwin, pero ninguna de las tramas dura el tiempo necesario como para que disfruten de un desarrollo más profundo. Todo queda en la superficie, disimulado con una banda sonora típicamente italiana que nos recuerda la vocación real de la cinta.
Pero, desde luego, los tópicos de las elecciones musicales no son el único reclamo. Podemos encontrar al más puro Woody Allen en una representación simplificada de sí mismo, como una imagen de marca que parece justificarse cuando saca de la chistera los recursos que le han hecho célebre. A buen seguro más de un espectador disfrutará con el personaje clásico de la prostituta, o el inefable neurótico. Es difícil resistirse a los chistes propios de ciertas profesiones haciendo las delicias de un gremio concreto que recibe el gag como un golpe de genio mientras el resto lo vive con indiferencia. Es también parte del encanto de Woody, pero sus ideas aparecen aquí trasnochadas, carentes de auténtica fuerza.
Tal vez el mayor de los descalabros sea uno de esos relatos que parece muy divertido como idea literaria, o como puro pensamiento, pero que en su traslación cinematográfica cae en el abismo de lo inevitablemente ridículo. La historia del cantante de ópera que sólo se atreve a cantar cuando está bajo la ducha obliga a la película a regalar algunos de los momentos menos lúcidos en la filmografía del realizador, y vuelve a reforzar la impresión de asistir al desarrollo nimio de ideas poco trabajadas. La ausencia de fuerza en la historia protagonizada por Roberto Benigni, que viene a criticar el papel del periodismo del presente y la fugacidad con la que personajes de fama inmerecida aparecen y desaparecen, es quizás el Allen menos reconocible. No por un esfuerzo por distanciarse de su obra pasada, sino por una desagradable impresión desdibujada de sí mismo. A Roma con amor consigue lucir un aspecto más propio de una mala película italiana que de la mirada de un extranjero en una hermosa ciudad. Si esa era la intención quizás haya sido, de nuevo, una mala idea.