Blancanieves (Pablo Berger, 2012)

Después de más de un siglo de vida, la historia del cine deja retratado al período mudo como la primera y balbuceante etapa de un arte recién nacido. Su sintaxis nos parece ahora, desde la lejanía con la que el tiempo nos permite observarlo, tan ingenua y alejada del ritmo narrativo del cine presente que acercarse a él podría parecer algo más cercano a la arqueología que a una experiencia cinematográfica propia del nuevo siglo.

Es por ello por lo que enfrentarse a una rara avis como Blancanieves genera tantos sentimientos enfrentados, pues el blanco y negro, el formato cuadrado y la ausencia de voz son aquí una pura decisión estética y no una limitación de la tecnología del momento, y como tal asistimos a una pieza de cine mudo que retrotrae nuestra mirada hacia el pasado pero que, al mismo tiempo, posee una forma de narrar mucho más contemporánea, con ritmos narrativos y cantidad de información impropias del cine al que hace referencia.

Puede hablarse de impostura desde el primer momento, desde luego, pero se trata de una impostura del todo buscada. Pablo Berger cree encontrar, en esa pureza e ingenuidad del cine primitivo las constantes sobre las que concebir un relato tenebroso, puramente fantástico e inocentemente dramático. Su película es una fantasía que, bien es cierto, tendría una corta vida bajo la mirada del cine contemporáneo. Es esa el arma de doble filo del filme, que forma y fondo son aquí la misma cosa y que, al despojarse de su planteamiento estético, revelaría la intrascendencia de lo narrado. Blancanieves parece gritar la imposibilidad de contar un cuento infantil bajo la sintaxis del presente, ausente de todo atisbo de ingenuidad.

Declara Pablo Berger, a pesar de haber buscado referencias en el cine mudo con las que explicar a su equipo cómo rodar secuencias o planos concretos, que la pintura de Julio Romero de Torres ha tenido más influencia sobre él a la hora de concebir su película que la obra de cualquier cineasta. Ni Stroheim, ni Murnau, ni ningún otro de los nombres de esa conocida y limitada lista con la que, de manera perezosa, simplificamos ese primer período de la historia del cine, aunque el uso de la forma haya convertido todo ensayo sobre la película en un tentador lucimiento para el crítico de todos sus conocimientos al respecto. Hablar de Blancanieves se ha convertido en un vanidoso ejercicio con el que reconocer las influencias sobre cada plano concreto.

Puede ser esclarecedor para desentrañar los triunfos del filme encontrar en la concepción del guión una sencilla construcción de pequeñas secuencias para poder llegar a ciertos momentos sublimes que dan sentido a la película. En ese sentido el metraje queda lleno de altibajos, donde lo sublime se ve obligado a convivir con lo banal. Su argumento previsible sustenta su supervivencia en que será la forma muda, convertida aquí en auténtico reclamo, la que acapare la atención del espectador por su peculiar idiosincrasia y por las sorpresas que encierra su lejana familiaridad.

Bajo esa lectura, el placer de ver Blancanieves tiene mucho que ver con la fascinación por lo prehistórico, o al menos por el placer de encontrar una cinta repleta de ciertas cualidades primitivas que nos haga olvidar los convencionalismos de los relatos del presente y, en el fondo, los sustituya por otros no tan diferentes. La impostura del proyecto termina con la elección plástica de la forma y desemboca en una apasionada sinceridad con la que su director intenta contar una historia que ama profundamente. Es la apariencia de la propia película la mayor de las criaturas grotescas del imaginario del filme. Y aquí debe aparecer otro nombre del cine mudo, Tod Browning, y la semejanza de la propuesta con el universo de La parada de los monstruos (1932), dos películas con las que aprender a encontrar la belleza de la vida tras unas fascinantes formas grotescas como elemento narrativo. Un cine de máscaras pleno de sinceridad.

Cuando, presa de esos altibajos, la película encuentra un peligroso punto de agotamiento en el relato de una Blancanieves aún niña y en una banda sonora que no deja de realizar fatigosos subrayados, aparece por fin la figura de Macarena García apoderándose del personaje adulto e insuflando nueva vida a la pantalla. La presencia de la actriz, de mirada intensa y resplandeciente, de sonrisa infinita, ilumina el filme de una manera apabullante y convierte la llegada de la juventud del personaje en la providencial aparición del héroe. Y la heroicidad no viene de una serie de aventuras temerarias, sino de unas ganas de vivir que pueden contra las oscuras sombras del cuento tenebroso ideado por Berger.

El nombre de Dreyer, invocado por el director para explicar a su equipo cómo conseguir imágenes de su actriz principal cercanas a La pasión de Juana de Arco (1928), tiene más sentido aquí que la pura representación estética, solo que Carmencita (así se llama la Blancanieves española) ya no tiene miedo de su condición de mártir y le regala al mundo una sonrisa. Es a partir de ese gesto del personaje principal con el que enfrentarse al cuento trágico, desesperanzado, de un autor que enclava su fantasía bajo los tópicos del imaginario español y acaba revelando, quizás sin intención, que esa España no está muy lejos de la realidad más inmediata. Bajo tal perspectiva, ¿qué puede significar aquí esa Carmencita, que derrama una lágrima y no lo hace por su funesto destino sino por algo más grande que ella misma? Tal vez sea ese el hermoso secreto de un filme atemporal.    

El primer rótulo de la película es un sugerente “¿Dónde está todo el mundo?”, tras haber mostrado las calles vacías y un país lleno de ausencias. Un fastuoso plano general acoge a todas las almas en la llegada a la plaza de toros. La fiesta nacional convertida en ritual y la arena de la plaza convertida en el escenario donde construir y derribar falsos dioses, disfrazar de divinidad la condición humana. Blancanieves despliega sus mayores virtudes en ese juego silencioso entre sus luces y sombras, entre la luz cegadora de la Colosal de Sevilla y las sombras tenebrosas de lo que ocurre en el interior del alma de alguien que llora en silencio. El artificio de Pablo Berger revela su sinceridad al mostrar que le importa el gesto de compasión más que cualquier destello de triunfo y termina hablando, aún sin voz, a través de esos gestos.