Para los que no tienen miedo de adentrarse en su propia mediocridad, para quienes asumen sus limitaciones y el realismo se convierte no sólo en un punto de vista sino en la forma más coherente de afrontar la vida, las sombras de las miserias humanas son largas y bien conocidas.
Kaurismäki las conoce bien, y no sólo las afronta sino que las saluda en cada esquina como unas viejas amigas, que conviven diariamente con la soledad y la falta de sentido en nuestra cotidianidad. Se sabe sobrio, tan frío como los personajes que retrata, pues quiere mostrar sin desmesuras la voluntad de hierro que dormita en un hombre silencioso, conformista y con el que cuesta trabajo identificarse.
La cámara sigue tímida a ese extraño antihéroe, a ese solitario atormentado por el devenir de un mundo que le viene grande, que va más rápido que él y ante el que no sabe reaccionar. Retrata sus silencios, su inquebrantable fe en que tal vez algún día la vida mejore de golpe y todo cambie en un soplo. Y cuando él se marcha, no le sigue, sino que permanece quieta, mostrando el plano vacío mientras un lento fundido en negro marca el tempo y devenir de una película aciaga.
Una película que se adentra, con el silencio como herramienta y la exquisitez visual como propuesta estética, en las oscuridades más terribles que no son otras que las cotidianas.
Pero el conocer bien esas oscuridades también es señal de que se sabe distinguir mejor aún las pequeñas luces en el camino, los pequeños faros, esos candiles en forma de amiga de la caravana del parque, casi desconocida pero que realmente es incondicional, y sobre todo, la fuerza interior que impulsa al espíritu y es capaz de mover montañas, la misma que impide, en un final emocionante aún en su fría contención, que unos matones acaben con esa fe inquebrantable recubierta de silencio.