Los primeros treinta minutos de El hombre invisible son esenciales. En ellos habitan las dos películas que van a luchar entre sí por salir a la luz y apoderarse de la función: por un lado, está ese filme en el que una mujer ha huido de su marido pero siente su presencia continuamente, como si las sombras del maltrato llegasen hasta los lugares más recónditos y fuese imposible escapar de sus dominios. No hay efectos especiales, no hay interacción alguna con el hombre, solo una mujer que observa las habitaciones de su alrededor con un halo de sospecha. Este filme posmoderno juega con el peso de la historia del cine: ya conocemos al hombre invisible como personaje de ficción y basta con filmar un plano vacío para intuir historias allá donde quizás no las haya. Esos son sus mejores momentos, aquellos en los que no hacen falta más elementos para que la tensión se apodere de unas secuencias que por otra parte son puro silencio, en lo sonoro y en lo argumental.
Por eso, en el momento en que la protagonista observa unas pisadas que se posan sobre su sábana la magia, en lugar de aparecer, se diluye por completo, porque con el efecto especial aparece también la certeza, la señal definitiva de que, efectivamente está ahí. Y al desaparecer la incertidumbre desaparece también la tensión, y todo lo construido hasta entonces.
Y lo construido hasta el momento desaparece porque hay una segunda película intentando emerger, tratando de zafarse de esa idea anterior: la película que todos esperan. El thriller que avanza a golpe de diálogo, apoyado en improbables giros literarios, que propone la enésima caza del gato y el ratón, que celebra los inteligentes métodos para esconderse de quien es imposible ocultarse… En definitiva, una película de acción encerrada dentro de esa otra que solo quiere otorgar una auténtica dimensión a la figura del maltratador. Lo que empieza como una sugerente película de Hitchcock termina abrazando la aventura convencional sin saber bien del todo cómo ha llegado hasta allí.
Lo más interesante de este personaje es que, a lo largo de sus cien años de vida en la pantalla, el hombre invisible ha servido para construir historias con identidades muy diversas. La película de James Whale, concebida en 1933 y basada en la novela de H.G. Wells, dibujaba a un ser que perdía la razón gracias al poder que atesoraba. La Hammer quiso equipararlo entonces a la monstruosidad de personajes como Drácula, el hombre lobo o la cosa del pantano. Los métodos policiales empleados para localizar al criminal, de una coordinación extraordinaria, venían a poner de manifiesto la incapacidad de pasar desapercibido en el mundo moderno: el siglo XX trajo consigo la distópica idea de que ya nadie podía ser anónimo.
La ingenua y lúdica revisión de John Carpenter en 1992, Memorias de un hombre invisible, venía a servir en realidad como forma de revisitar un Hollywood clásico que ya se había extinguido: Nick Halloway, su protagonista, era un hombre al que nadie podía ver en el interior de un trasnochado relato propio del cine negro de la época dorada, como si un fantasma se hubiese introducido en aquellas películas del pasado pero fuese incapaz de interactuar con ellas. Solo la protagonista de la película, Alice Monroe (Daryl Hannah), puede “ver” al hombre invisible en tanto objeto de deseo imaginario, una proyección del arquetipo masculino que este cine terminó por construir e imponer como ideal romántico.
Luego vendría Hollow Man (2000), aquel filme de Paul Verhoeven de vocación también lúdica e inequívocamente gamberro. Si bien el relato partía desde lo científico y desde la caricatura soez de la sociedad americana de los noventa, un tercer bloque final acaba aislando al equipo científico en el interior del laboratorio y los condena a enfrentarse a “la criatura”, como si Verhoeven quisiera equiparar el lugar con una suerte de Nostromo improvisada y el hombre invisible no fuese otra cosa que el octavo pasajero.
Si algo tienen en común todas estas versiones es la idea de que, ante la existencia de un hombre invisible, la privacidad desaparece. Y la destrucción del espacio íntimo puede convertirse en el mayor de los horrores. Lo exploraba la primera versión cuando el hombre invisible condena a su socio y le avisa que morirá asesinado al día siguiente, a una hora determinada. Lo exploraba también John Carpenter en su película desde la ingenuidad del niño que se ve con licencia para cualquier travesura que se le pase por la cabeza, la misma idea filtrada de manera terrible por Hollow Man cuando el hombre invisible acosa a su vecina, antiguo objeto de deseo. Y también lo explora la nueva cinta de Leigh Whannell de una manera descarnada a través de esa omnipresencia del mal, de esa incapacidad de huir de los traumas causados por la violencia doméstica.
De algún modo, es la misma privación de la libertad de la que habla Vivarium (Lorcan Finnegan, 2019), otra película de diferente naturaleza, construida como trasnochada distopía en la que una joven pareja se ve atrapada en el interior de un barrio residencial infinito, condenados a vivir una vida “feliz” según la visión de una raza alienígena que intenta aprender los ideales de los humanos y sus contradictorias aspiraciones. Se trata de una inquietante metáfora en torno al hastío de una vida prefabricada: el matrimonio, la casa y el hijo como únicos objetivos vitales, autoimpuestos además por una sociedad que no sabe poner en cuestión su frágil concepción de la estabilidad. Los amantes, en un último momento de lucidez, tratan de rememorar sus mejores momentos y todos son instantes fuera del mundo ordinario, muy alejados de la rutina, como si lo más valioso de sus vidas no estuviese en esa estabilidad perseguida de manera inconsciente. No hay libertad de elección y el culpable aquí también es invisible, somos todos y es ninguno en particular. “¿Qué soy yo? ¿Qué hago en esto?”, se pregunta el protagonista en un pasaje del filme, como si él también se hubiese convertido en otro hombre invisible al verse preso en la imparable maquinaria del sistema.
La puesta en escena de Vivarium se mueve en los terrenos de otras tantas críticas al sistema propias de los años noventa, aquellas en las que la estética propia de la imaginación de René Magritte o Edward Hopper lo impregnaban todo, y trata de dosificar sus cápsulas de información porque Lorcan Finnegan es consciente de que tras su premisa inicial no cuenta con muchas más ideas que ofrecer en su relato identitario, más allá de generar desasosiego como si se tratase de una montaña rusa y no de una pieza discursiva.
Lo que la acaba asfixiando es la ausencia de una gramática significativa tras la cámara (en ocasiones, el plano se limita a buscar las cabezas de ambos actores cuando van a decir algo), la incapacidad de poder decir algo más a través de sus imágenes, o ese desequilibrio entre crítica social y película de entretenimiento (¡donde hasta pueden distinguirse dos fundidos a negro que parecen expresamente concebidos para introducir publicidad!), y por eso se acaba encerrando en su brillante idea inicial en la que el enemigo es invisible. Y esa invisibilidad es justo lo que más tememos porque, también, nuestro mundo cotidiano se ha llenado de miedos a los que no podemos poner rostro. La crisis financiera, el cambio climático, las pandemias globales… Parece que nunca puedan señalarse rostros a los que culpar. Lo que no vemos nos acabó privando de libertad. Las cosas invisibles se han convertido en los grandes males de nuestro tiempo.