Supongamos por un momento que es cierto, que la etiqueta que le han endosado a Noah Baumbach es certera y que estamos ante el sucesor de Woody Allen. Quizás de esa manera pueda empezarse a rastrear la auténtica personalidad de Baumbach, un autor tan brillante como esquivo, en cuyas películas intenta comenzar siempre de cero, como si aún estuviera buscando su propio estilo.
Lo que Baumbach había hecho con Frances Ha (2012) parecía una especie de techo, una visión cínica, afectuosa y divertida sobre la generación inmediatamente posterior al realizador bajo los planteamientos estéticos de la nouvelle vague. Pero luego vinieron Mientras seamos jóvenes (2014) y Mistress America, dos películas que han terminado por revelar sus verdaderas intenciones de una manera diáfana.
Si Woody Allen introducía en sus filmes las incoherencias que percibía en los modos de vida de las personas jóvenes de su entorno, para que aflorase una visión pesimista de la nueva generación filtrada por la sutileza de su humor, en Baumbach puede percibirse una fascinación por las contradicciones que mueven a los jóvenes, como si filmar la inmadurez fuese un privilegio para él.
Quizás por eso dos de sus películas se hayan consagrado a su compañera sentimental, Greta Gerwig, en donde la cámara parece contentarse con recoger la energía y la vitalidad de la actriz y dejar que su presencia “cree” una nueva película que capture esa intensidad que se descubre tan frágil y tan fugaz como el propio momento vivido.
Pero lo más interesante de Mistress America es que podría entenderse como un auténtico relato de ciencia-ficción, porque es más que improbable que la protagonista del filme pudiera existir en el mundo que retrata Baumbach. Tracy (Lola Kirke) es un personaje entrañable, de una ternura desbordante, alguien que no tiene cabida en el mundo enérgico e inmisericorde que proponen los filmes del director neoyorquino. Por ello la llegada de Brooke (Greta Gerwig) hace implosionar el relato desde dentro.
Tras asistir al recital de su escena central, donde la comedia estalla y la historia encuentra por fin su lugar y su sentido, podría dar la sensación de que lo que ocurre en los extremos del filme es una simple improvisación, dos pastiches que colocar a ambos lados de un destello de genio. La música, que persigue las texturas y los ritmos propios de los años ochenta, ayuda a generar esa visión sobre un mundo imposible que mira al futuro y al pasado al mismo tiempo, quizás el mismo mundo que imagina Tracy en el relato que escribe: una ficción que puede que sea más real, más tangible, que su propia vida.
Tal vez esa sea la única definición posible para Baumbach, un autor que aún busca su propia voz como realizador: alguien que se declara incapaz de habitar la generación en la que le ha tocado vivir, alguien que mira con fascinación a la generación siguiente y que observa con nostalgia a la generación anterior. Un autor que se atreve a poner en escena esa incapacidad para ubicarse. Quizás eso sea lo mejor de Mistress America, una película medida hasta el extremo que es dinamitada desde dentro por su propia espontaneidad. Todo en ella es tan imperfecto que, puede que por eso mismo, toda su belleza sale a la luz.