Bastaría decir que Un día perfecto es una película complaciente desde el primer minuto de metraje para reconocer que hay poco que rescatar en ella. La narración se mueve a golpe de diálogo, los personajes han sido diseñados con trazo grueso y el sentido del humor quiere ser cómplice antes que vehículo comunicante. Situar una narración así en el seno de un grupo de ayuda humanitaria, en plena guerra de los Balcanes, casi parece una irresponsabilidad.
Habría que viajar hasta sus últimas secuencias, a los momentos en los que el relato se resuelve (o a los momentos en los que encuentra su no-resolución, siendo más exactos), para entender hacia dónde desea caminar en realidad la película de León de Aranoa. En esa ambición de los personajes por cambiar el mundo desde la acción concreta de sus manos, confrontada a la imposibilidad de que nada cambie, habita una frustración interna que pocas veces se expresa en la película, más allá de ciertas miradas desencantadas entre sus protagonistas.
Un día perfecto pretende, en realidad, bucear en la manera de convivir con esa frustración en una cotidianidad que no da tregua alguna a la esperanza. Algo así como el paso de la madurez desde un cierto idealismo inalcanzable a la asunción de lo real, sin haber perdido aún el deseo por implicarse en la labor humana. El amplio espectro de personajes ejemplifica (quizá de manera demasiado explícita) las diferentes etapas de ese desencanto: desde el niño que sueña con un reencuentro familiar desconociendo que ya es imposible, hasta el adulto que ya lo ha visto todo y aún así guarda una sonrisa con la que continuar adelante. Entre medias reside una jovencísima trabajadora a punto de realizar el salto entre ese niño y aquel adulto, entre idealismo y realismo.
Para poner en escena este hermoso equilibrio, sin embargo, León de Aranoa ha concebido un guión que no puede escapar de la ya nombrada complacencia, como si confundiera el ritmo displicente del relato con el lugar común de todos los convencionalismos. Un guión que impide que nada respire, calculado en demasía y que revela sus costuras demasiado pronto. A partir de ahí, el autor se vuelve esclavo de su propia escritura y nada traspasa la pantalla más allá de las palabras sobre el papel. La dedicación por el texto revela también una cierta desidia a la hora de poner en escena todo lo escrito, como si filmar fuese un mero trámite tras la escritura en lugar de la expresión definitiva de la obra. Quizás en el exceso de planos cenitales, sobrevolando los vehículos de los protagonistas desde el cielo, pueda observarse una cierta actitud autoral que defina finalmente qué es realmente Un día perfecto: la visión de un realizador contemplando su propia obra, satisfecho con el relato que ha creado antes de terminar de contarlo del todo.