* Advertencia: El texto que sigue puede revelar partes importantes de la trama de la película.
¿Puede un director abandonar su propia película para que la invadan tres niños hasta el punto de apoderarse de ella? ¿Qué sucedería? La idea de un filme con vida propia, que se queda desierto de manera voluntaria para permitir (y observar) los juegos inocentes entre tres hermanos, puede resultar un planteamiento sugerente, un salto al vacío poco probable en una película con apariencia de comedia familiar.
Cuando los tres niños deben enterrar a su abuelo, que ha fallecido de manera plácida junto a ellos a orillas de la playa, la dimensión argumental de la película se interrumpe, se detiene para mirar al infinito.La escena, gemela de otra que habita en Pequeña Miss Sunshine (Jonathan Dayton, Valerie Faris, 2006) entre la niña protagonista y su abuelo, parece suspender el tiempo de modo que, en cierto sentido, el efecto producido es el mismo que si el realizador hubiese levantado la vista del visor de la cámara y se hubiera olvidado de su película. Y en ese descuido, en ese desvío imprudente, surge una película mucho más evocadora en la que no hay guión ni es necesario que lo haya.
De manera consciente, Nuestro último verano en Escocia busca generar una incomodidad casi violenta ante la irrupción de los adultos en escena. El filme, visto a través de la mirada infantil, pone de relieve el comportamiento caótico e incomunicativo de los mayores para ofrecer un cuadro decididamente pesimista sobre el mundo adulto y su ausencia de madurez. El cinismo de los personajes es otra de las grandes armas con las que el relato se acerca a una lectura vital: retomar la mirada de la infancia es el único arma frente al desencanto de la vida adulta.
Este pequeño milagro en el interior del filme tiene lugar en el epicentro de un repetorio de códigos convencionales que, además de disfrazar las virtudes de la película, la alejan continuamente de una posible respuesta emocional. Sus grandes lacras, casi insalvables, son una puesta en escena completamente trivial, una música folk decididamente discutible para fortalecer el tono de diversión e intrascendencia (sin música, Nuestro último verano en Escocia se revelaría como película profundamente desesperanzada), y unos personajes secundarios castigados por los tópicos de la comedia familiar que desprenden al título de sus aciertos y lo acercan a la caricatura banal de unas vacaciones de verano. Tras esa espesa fachada insustancial, sin embargo, puede adivinarse algo hermoso.