El Silencio Antes de Bach comienza con el andar sinuoso de una cámara alrededor de una sala vacía hasta encontrarse de repente, como salida de la nada, con una pianola que interpreta mecánicamente las Variaciones Goldberg, desprovistas del virtuosismo que suele acompañar a la pieza, convertida así en una ejecución robótica muestra del residuo histórico de lo que queda hoy como legado del compositor alemán.
De esta manera la película parece buscar y definir su propio espacio y lenguaje fílmico, anunciando con su brillante preludio lo que será una búsqueda constante de la invisible línea entre diferentes artes: la relación entre música y cine, en cómo el cine trata de dibujar la historia y en cómo ésta queda desdibujada a través de su convivencia con el presente, y cómo el presente imagina la historia y la transforma, o cómo simplemente la evoca de la mejor manera posible a través de la música.
La hermosa relación entre música y cine queda patentada en ese comienzo donde un afinador (ciego) afina el piano antes del comienzo de esa revisitación histórica que Pere Portabella realiza en su novedosa y convulsa exploración artística de primera magnitud.
A lo largo de la película, los personajes que aparecen y desaparecen con la misma cadencia con que se suceden las piezas del maestro de Leipzig son meros instrumentos para mostrar una realidad: cómo la música de Bach queda desdibujada a lo largo de los siglos y cómo su poderosa referencia hoy en día es tomada como base pero nunca respetada como referente primigenio en cuanto a su cualidad innata.
El ejemplo más evidente es cuando un grupo de jóvenes interpreta al unísono el preludio de la primera suite para cello sentados en las butacas de un vagón del metro barcelonés con su apremiante ritmo mecánico de fondo.
La pieza, concebida originariamente como obra solista para un virtuoso, es interpretada hoy en conjunto pues su utilidad ha quedado relegada únicamente a material didáctico. Una música que permanece ahogada en una sociedad dominada por los ruidos ambientales de la gran ciudad.
Ésta y otras piezas fueron rescatadas del olvido al encontrarse en macetas olvidadas, o traspapeladas entre hojas desechadas en los lugares más inesperados. El ejemplo queda recogido en la anécdota con Mendelssohn y su accidental encuentro con La Pasión y cómo éste trata de revitalizar la música del maestro tras haber rescatado una de sus más preciadas obras corales.
La película juega con un continuo viaje en el tiempo, entre el propio tiempo histórico del compositor alemán (que acusa una floja labor de producción y por tanto la recreación histórica es limitada) y la resonancia de su labor en la música que se interpreta hoy y que nunca puede interpretarla sino ‘recrearla’ a través de instrumentos modernos.
Portabella nunca cede a una narración lineal o a una materialización definitiva de un argumento concreto que encauce la película a otros terrenos que no sean esa exploración entre las diferentes artes.
Llega incluso hasta tal punto que en las últimas escenas la narración se desmaterializa finalmente, se convierte primero en una representación visual de la música para órgano de Ligeti, representación abstracta y sumamente evocadora e imponente, y finalmente en la imagen de una partitura mientras suena esa misma obra tratando de explicitar la fisicidad de la música a través del papel pautado.
La obra del director español es un acontecimiento cultural, que trasciende más allá de los límites de la cinematografía y se convierte en un diálogo que también afecta a la música y a la historia, y a las relaciones entre ambas y entre éstas con el propio cine.
Es la obra de Portabella una obra madura, compleja y de enorme belleza, que se pierde en sus excesos, en sus hermosas recreaciones plásticas de las sonoridades bachianas y de sus infinitas posibilidades estéticas, que explora con mesura la influencia de la obra del compositor alemán en cada paso cotidiano de la vida contemporánea, desde los ritmos más elementales hasta la musicalidad moderna más vanguardista.
Obra inclasificable, de exigencia en ocasiones abrumadora para el espectador, en ocasiones despojada de las reglas narrativas del cine y abandonadas al mero deleite de la pura música, y que termina convirtiéndose no sólo en un acierto como acontecimiento cultural, también cinematográfico para la producción artística de un país que inexplicablemente ignora a su realizador y que ha terminado por relegarlo a un flamante éxito internacional más allá de nuestras ciegas fronteras.