Cuando Sidney Lumet dirigió Network, un mundo implacable (1976) no sólo estaba creando un crudo retrato del mundo periodístico, ausente de toda ética y regida por la voluntad de las masas, sino que también extendía su visión para poder contemplar a una sociedad que pretendía curar con dosis de violencia su peligrosa tendencia a la incomunicación. No han cambiado tanto los tiempos como podría parecer, salvo que aquel retrato social ha experimentado un desarrollo imparable: el individualismo se ha convertido en la esencia misma del hombre moderno, y el único dios posible es la proyección futura e ideal de uno mismo. Eso sí, hasta alcanzar ese ideal, las frustraciones se continúan apaciguando de la misma manera, sentados frente al televisor consumiendo ingentes cantidades de desgracias ajenas.
Para adentrarse en ese mundo descarnado, de sofisticado disfraz pero capaz de revelar la peor cara del ser humano, Dan Gilroy recorre Los Ángeles durante la noche, en esas horas de tiniebla donde las alimañas de la gran ciudad abandonan sus agujeros y acuden a buscar alimento. Y con el deseo de mostrar que cualquiera de nosotros posee ese gen del egoísmo en su interior, sitúa el protagonismo absoluto en torno a un buscavidas, un don nadie que encuentra en la venta de material de vídeo a las cadenas locales un posible y sustancioso medio de vida. Lou Bloom es interpretado por un Jake Gyllenhaal totalmente entregado a su interpretación, desde el físico hasta una sorprendente gestualidad que lo arrojan a lo irreconocible y también a una experiencia inmersiva del relato en primera persona.
El personaje creado tiene una sola cara, una única dimensión, pero la virtud del film es la capacidad de revelar progresivamente hasta dónde está dispuesto a llegar Lou Bloom, la realidad que está construyendo metódicamente para sí mismo. La grotesca caricatura no termina de revelarse por completo hasta la parte final de la trama, lo que habla muy positivamente del cuidado tempo narrativo que ha conducido toda la película. La puesta en escena no teme retratarlo como una alimaña, como el gusano que da título a la película, o como una lechuza siempre en estado de vigilia buscando el suceso más macabro que acontezca en la ciudad (una reveladora imagen lo muestra sentado sobre su coche en tensión permanente). Lou Bloom termina mostrando evidentes signos de psicopatía, pero lo más aterrador del personaje no es su espíritu absolutamente maquiavélico, sino la facilidad para reconocerse en él y en cualquiera de sus excesos, interpretadas por él mismo como grandes virtudes con las que prosperar.
Nightcrawler, una película de permanente fotografía nocturna y de compleja narrativa visual, no sería posible sin la participación de un maestro como el operador Robert Elswit, que apuntala cada secuencia con un brío visual que otorga a la película todo su sentido: contundente claridad expositiva sin renunciar nunca al caleidoscópico mundo de luces propio de la ciudad iluminada en medio de la oscuridad, sofisticación y belleza allí donde jamás podría haberla: en una noche tenebrosa llena de allanamientos de morada, asesinatos, tiroteos y terribles accidentes.
El filme de Dan Gilroy puede revelar sus costuras, los procedimientos raquíticos sobre los que está construido, cuando no es posible encontrar rastros de ambigüedad alguna en la citada caracterización de Jake Gyllenhaal o en las trampas que va sembrando a su paso con el objetivo de hacernos partícipes de su historia (a este respecto, como máximo exponente, habría que señalar la manera en la que se presenta al compañero de trabajo de Lou Bloom y la antipatía gratuita que despide la película hacia él para poder aceptar y recibir con agrado, poco después, las reglas del juego con respecto a su destino funesto). En ese sentido se trata de una película técnicamente apabullante, narrativamente apasionada pero formalmente insuficiente, irregular, desnuda, como si le costase encontrar una voz propia con la que el relato trascienda la simple caricatura o, quizá, como si fuese imposible estar a la altura del material de partida y de esa poderosa labor de fotografía. El resultado es una película salvaje, descarnada, que invita a enfrentarse con la ausencia de valores de la sociedad en la que nos movemos y que se atreve, además, a bucear en esas miserias compartidas, pero es un filme también al que le resulta imposible huir de su propia inconsistencia.