¿Qué sentido tienen ahora los textos en torno a las películas de Richard Linklater de la última década? Lo que se dijo entonces tiene ahora poca utilidad sin la perspectiva de quien filmaba, mientras, un proyecto de doce años de duración. Cuesta imaginar ahora el resto de títulos del realizador sin tener en mente lo que ya había podido rodar de Boyhood, una película que comienza filmando a un niño y que termina contemplando al adulto en el que se ha convertido.
Siendo una empresa única, posiblemente por la disparatada idea de partida, Boyhood está llena de nuevas posibilidades y de nuevas limitaciones, la mayoría aún por evaluar. “Cartografiar”, quizás sería una palabra más adecuada, porque lo que plantea Linklater aquí es el auténtico mapa de una vida, un segmento vital en el que tanto en la ficción como en la realidad transcurre más de una década.
Más que ninguna otra película en la historia, Boyhood tiene permiso (¿o tal vez cierta permisividad?) para detenerse sobre objetos o sobre costumbres bajo un espíritu casi arqueológico: un primer plano sobre el mando de una videoconsola, una niña que recita una canción de moda, una computadora puntera en su momento, un partido histórico o la convención de disfraces del último éxito literario. Parece tan importante el joven que crece como el objeto que se va extinguiendo. Lo que en cualquier otra película no funciona más que como una mera anécdota, un elemento simplemente contextualizador, aquí ejerce el nostálgico efecto de un proceso de obsolescencia al que hemos pertenecido y al que ahora se enfrenta ese niño que crece continuamente ante nuestros ojos. Quizá por eso sea una película tan conmovedora, porque nos enfrenta a nuestra propia fugacidad.
Pero el efecto también puede propiciar la misma fascinación inmediata que generaba Forrest Gump en su momento: alguien ha experimentado la misma realidad de la que nosotros fuimos testigos. De ese modo, la emoción no proviene tanto del ejercicio de observación del tiempo que hace la película, sino de proyectarnos a nosotros mismos y a nuestra experiencia vital sobre ese niño que cruza la pantalla, aún inocente, aún ajeno a la historia que le aguarda.
En el uso de las elipsis es donde se la juega la gran película de Linklater. Aquí es tan importante lo que aparece en pantalla como lo que ha sido omitido. Al igual que el personaje de la madre (Patricia Arquette), que hace recuento de los momentos significativos de su vida sin que hayamos contemplado ninguno de ellos, la película hace su propia selección de momentos, tal y como podría hacer la memoria traicionera y caprichosa del protagonista unos años más tarde. Quizás en la libertad de esos saltos temporales se encuentre el aliento inspirador de la película, capaz de jugar con el tiempo sorteando las limitaciones que coloca a su paso.
Ahora bien, ¿qué uso del lenguaje proporciona una libertad temporal tan abrumadora como ésta? A tenor de la propuesta de Linklater, se diría que no demasiado. El autor deja que sea esa asociación del montaje lo que cree el asombro: el niño crece, la persona que hace apenas unos planos era un crío ahora asiste a la universidad. Pero a nivel formal, la película sigue perteneciendo a un realizador más fascinado por las distancias cortas y por lo que un personaje comparte con el otro. Sería interesante conocer qué películas marcaron al director durante ese período y cómo influyó eso en el proceso de planificación de cada año de rodaje. De ese modo uno podría entender, por ejemplo, los paseos por el colegio del chico como una prolongación de Elephant (Gus Van Sant, 2005) o podrían entenderse ciertos conflictos de la película como un proceso de ensayo y error que culmina en el refinamiento de sus últimos filmes (en ese sentido sería interesante comparar el monólogo final de la madre con la forma en que está resuelta la larga discusión final de Antes del anochecer, 2013).
A pesar de todas las preguntas que suscita esta sugerente película, del asombro y del desconcierto al que invita, lo que parece claro es que Richard Linklater se ha acercado al proyecto desde una generosa actitud de lo observacional: el niño que crece ante nuestros ojos simplemente vive, y en esa vida que se despliega en la pantalla resulta hermosa la manera en que el concepto de personaje se desdibuja para trazar casi a una persona real. Habiéndose atrevido a ir tan lejos, el director de Boyhood se ha encontrado una película que habla sobre la propia condición del cine, sobre su poder y los misterios que aún nos quedan por descubrirle. Mason (el niño, el joven, el adulto) y el propio Linklater terminan haciendo el mismo descubrimiento, uno a través de la propia vida, el otro a través del cine, en su conmovedora confesión final.: “Siempre es este instante”.