Roman Polanski podría ser al cine lo que Arthur Schnittke a la música: creadores compulsivos que retuercen la realidad hasta construir mundos aparte. Una comparación pertinente en tanto que el cineasta aborda sus películas desde términos como el tempo, la disonancia que surge a partir de la propuesta estética impecable, el gusto por la caricatura o el cuidado uso de las estridencias. Si El pianista (2004) era una sinfonía fúnebre y Chinatown (1979) o La novena puerta (1998) peculiares conciertos para solista, las dos últimas películas del director polaco podrían ser cuartetos de cuerda, pequeñas piezas de cámara con las que el realizador parece haber encontrado la perfecta forma de escenificar sus intenciones expresivas.
En La Venus de las pieles el realizador no está tan interesado en adaptar la obra teatral de David Ives como en deslizarse por ella con la intención de encontrarse de nuevo con algunas de sus obsesiones frecuentes. Su argumento gira en torno a una actriz que irrumpe en el casting de una obra y su audición pone a prueba al propio autor, hasta el punto de desvelar las motivaciones primigenias que han dado lugar al texto teatral.
Surge así la pulsión del deseo, la tensión entre los sexos, el flirteo con los tabúes y la grotesca caricatura social tan del gusto de Polanski, capaz de abordarla en profundidad a partir de unas breves pinceladas. Pero, por encima de todo, la película supone el material perfecto para convertir el relato en una auténtica cuestión de puesta en escena: cada plano obedece a las intenciones del texto de una manera certera y puntillosa; los encuadres no se repiten y el plano-contraplano surge sólo en aquellos instantes en los que el diálogo se transforma en puro duelo dialéctico. Si aquí existe una virtud por encima de cualquier otra consideración, probablemente sea esa maestría que transforma en auténtico cine una materia prima puramente teatral.
¿Cómo tomar al personaje que encarna, con irresistible sensualidad, una Emmanuelle Seigner capaz de sostener el duelo interpretativo con Mathieu Amalric? Quizás Polanski coloque algunas respuestas en ese plano inicial que sirve de prólogo a la película y en el que la cámara avanza por la calle hasta introducirse, casi se diría de manera espectral, en el interior del teatro. Las fuerzas del amor y del deseo quedan convocadas, pero también algo más oscuro, más huidizo y que trasluce tímidamente a partir de ciertas líneas de diálogo o de imágenes que tratan de bucear en el esquivo interior de los personajes.
Quizás bajo la intención de evitar que la película caiga en el tedio, la música de Alexandre Desplat aparece en primer plano continuamente prohibiendo que el silencio se instale durante un solo instante en el relato. La propia propuesta musical resulta ya discutible, especialmente porque la ironía que acostumbra a vertebrar la música del compositor subraya de manera insistente la inteligencia de sus diálogos hasta transformar el resultado en algo fallido, pero tal vez el mayor error sea esa buscada ausencia de silencio y por tanto también de toda reflexión, con lo que la reflexión que subyace en los diálogos no se propone sino que se impone. En ese sentido la propia película de Polanski se transforma en Venus ante nuestros ojos: el film seduce, sugiere, invita y, cuando ya es demasiado tarde, impone sus propias leyes.