Para describir este primer volumen de Nymphomaniac de la mejor manera posible, advirtiendo sus virtudes y reconociendo sus defectos, quizás sea inevitable recurrir al tópico: esta es una película de Lars von Trier. Sólo así, tal vez, viajando por las constantes estilísticas de toda una filmografía, sea posible sugerir un primer acercamiento a una película episódica en la que cada capítulo se presenta bajo diferentes formas, a modo de obra magna que sintetiza las conquistas anteriores.
Por tanto quizás sería más certero afirmar, y aquí comienzan los matices sobre esta generalización tan intrascendente, que se trata de una película del viejo Lars von Trier. Porque si bien el prólogo de la película en la que un hombre recoge a una mujer herida y tirada en la calle parece estrechamente vinculado a los planteamientos estéticos de la poderosa Anticristo (2009), aparente punto de inflexión en su trabajo, la puesta en escena de Nymphomaniac recuerda más a la de Dogville (2003) o incluso más aún a Rompiendo las olas (1996) en tanto que han vuelto a un primer plano el juego con los géneros, la reflexión del metalenguaje, la estructura propia de la fábula, la puesta en cuestión de toda convención fílmica, la apariencia didáctica del relato o el placer de una provocación gratuita que parece más sospechosa de ejercer como reclamo de marketing que como atrevimiento artístico con un cierto sentido discursivo.
La primera parte del díptico está dedicada a narrar el pasado del personaje interpretado por Charlotte Gainsbourg, representado en su etapa adolescente por una Stacy Martin que protagoniza aquí toda la acción del relato, pues la historia aún no alcanza la edad adulta. El realizador despliega con ella interesantes reflexiones en torno a la condición plenamente natural del acto sexual, enfrentado a los desenlaces trágicos que generan unas relaciones sexuales ausentes de toda señal afectiva, es decir, el dilema clásico e irresoluble al que von Trier desea llegar en cada una de sus películas.
No puede hablarse aquí de retroceso, porque el cineasta ha vuelto a su cine anterior para trabajar algunos temas con más fuerza si cabe. Pero sí conviene plantearse algunas preguntas que von Trier, a través de sus inequívocas herramientas de puesta en escena, invita a pasar por alto o, como mínimo, a interpretarlas siempre como destellos de genio y nunca como decisiones cuestionables. ¿Es la forma episódica una necesidad dramática del relato, o una excusa para saltar de un cortometraje a otro, haciendo uso además de diferentes estéticas sin vínculo aparente? Cuando se habla tanto de un cineasta que pone los tópicos en cuestión, ¿es de obligado cumplimiento interpretar la aparición del tópico en su película como un brillante ejercicio crítico, o lo que ocurre es simplemente que von Trier se está escudando bajo su propia trampa? ¿Es la representación del subconsciente femenino un motivo de celebración o, lejos de David Lynch, qué es lo que se celebra? ¿Esa representación o la capacidad de su autor para representarlo? ¿Son vitales el morbo y la subversión para que la película sobreviva a la fragilidad de sus planteamientos? ¿Es necesaria la introducción de Fibonacci en la trama y la pobre puesta en escena que genera a partir de su serie numérica, más propia del cortometraje de un autor novel? ¿O von Trier, simplemente, se ríe del tiempo que le ha tocado vivir y de las herramientas audiovisuales con las que se trafica en el presente? Puede que la naturaleza de las preguntas que genera el film quede desvelada al reconocer que, para encontrarse con muchas de esas respuestas, Nymphomaniac nos obligue a regresar al cine en busca de su conclusión.