No estamos ante una película cualquiera. La sensibilidad que aquí se respira traspasa esa frágil frontera en la que deja de importar lo argumental y donde el auténtico motor del relato sea asistir a una representación, arrebatadoramente cercana a la vida, del mundo infantil a través de los propios ojos del niño.
La primera escena ya ofrece indudables pistas sobre las decisiones que ha tomado Céline Sciamma a la hora de acercarse a esta historia. Un plano que acompaña a la pequeña protagonista sobre la furgoneta de su padre. La cámara llegará a esos lugares a los que el mundo adulto tiene prohibido el acceso. La intimidad de los pensamientos de la niña se adueña de la pantalla, que parece abandonar lo terrenal para centrarse en ese mundo interior que sólo es posible atisbarse a imaginar.
De ahí que Tomboy esté centrada en los primeros planos, en los gestos imperceptibles, en las miradas inocentes y en el choque entre las situaciones que se experimentan por primera vez y esa misma inocencia.
La llegada a un nuevo vecindario permite a la niña vivir aquel secreto deseo de hacerse pasar por un niño ante su nuevo grupo de amigos. Nunca sabremos en qué momento se le va de las manos la farsa o hasta qué punto deseaba fingir, o convertirse a los ojos del mundo en un verdadero niño, pues Tomboy nos escatima en todo momento los pensamientos concretos de alguien que aún apenas sabe poner sus sentimientos en palabras. Y ahí, precisamente, es donde se cuelan los rayos de luz en esta delicada película, en el tierno retrato de una época de la infancia llena de descubrimientos en la que aún no se encuentran las palabras con las que definir todo cuanto se está viviendo.
Céline Sciamma no oculta la ternura que atañe a la naturaleza del relato ni pretende hacerlo. Ahí está la hermana menor de la protagonista para endulzar, aún más, los pasos entre un capítulo y otro, o simplemente como el necesario apunte de humor en el seno de una situación insostenible que puede llegar a hacer mucho daño a las personas cercanas. Fuera del hogar, la película se compone de los primeros diálogos entre los chicos, las primeras confrontaciones, filmadas casi como un duelo, como si salir del seno materno para enfrentarse al mundo resultase algo doloroso. El resto de Tomboy está lleno de silencios, de ahí la necesidad del primer plano, del rostro cercano, de retratar la mirada perdida de quien aún asume la grandeza del mundo en el que ha empezado a vivir.
Qué difícil es retratar el mundo infantil desde dentro, y no como una época que al realizador ya le resulta ajena y la filma desde la distancia. La conquista de Tomboy, a pesar del pequeño tamaño de su relato y su desnuda sencillez, es la de haberse atrevido a filmar en el mismo corazón de la infancia, en ese lugar impenetrable donde es imposible colocarse. Cuenta con la sabiduría de colocarse a pocos centímetros del rostro cuando lo importante es descubrir las reacciones y los gestos y, cuando los juegos de niños lo requieren, se coloca a la distancia suficiente como para recordar que se trata de un relato pequeño sólo porque quiere filmar la invisible grandeza del pensamiento.
La niña no conoce las consecuencias de su juego, aún no sabe hasta dónde puede llegar una decisión suya. El deseo de ser otra persona por un tiempo es grande y aún no sabe lo que es ponerse en el lugar del otro. La naturalidad con la que discurre este tierno relato de identidades y de bonitos interrogantes termina por conformar una delicada película. A diferencia de ese mundo infantil que ya nos resulta casi impenetrable, Tomboy invita a entrar y a permanecer en el reino de la mirada del niño.